miércoles, 15 de abril de 2009

La Posada de Rochelle






El año del Señor 1234 corría agitado. La persecución de los albigenses dio como resultado secundario la creación de la Santa Inquisición, y los caminos de Francia estaban atestados de viajeros que iba de aquí para allá, muchas veces huyendo del fuego sagrado, y a veces incluso persiguiendo en su nombre. A mitad de jornada entre Guines y Poitiers estaba la Posada de Rochelle. Hubo épocas en que el negocio no anduvo bien, pero desde hacía varios años que por las noches siempre estaba llena. Los clientes solían ser lugareños (que muchas veces comerciaban con Rochelle y allí mismo gastaban sus ganancias), prostitutas, y nunca menos de una decena de forasteros que recalaba en la posada en busca de comida, alcohol, una cama mullida y una mujer que lo acompañe en ella. Estos forasteros eran de la más variada índole. Había fugitivos, campesinos, caballeros, soldados, eclesiásticos e incluso cada tanto algún que otro noble.

Y sobre todos ellos, la siempre presente figura de Rochelle.

Digamos la verdad, Rochelle era una mujer hermosa. Su piel era blanca, sus ojos verdes tenían la profundidad del bosque, sus pechos, grandes y generosos, amenazaban desbocarse por los escotes que Rochelle usaba y apenas los contenían, su boca de labios gruesos y tentadores, sus caderas macizas, su culo parado, su cabellera café llena de rulos, eran un imán para los hombres ávidos de carne que noche a noche querían poseerla.

Y cada noche Rochelle elegía a uno.

Ella también estaba ávida de carne.

Nunca lugareños, nunca conocidos, cada noche Rochelle escogía un caminante, siempre el más apuesto, el más varonil, el más apetitoso y se lo llevaba a sus aposentos. A veces el caminante le decía que no tenía dinero. “A Rochelle no le importa tu dinero” era la respuesta invariable. Rochelle disfrutaba del sexo de manera irrefrenable, y cada hombre que había conocido su cuerpo se sorprendía de la manera en que ella sabía manejarlo. Sus presas entendían que no iban a tener oportunidad de repetir semejante pasión.

Rochelle había aprendido a lo largo de los años a gozar de su cuerpo y hacer gozar a su ocasional compañero. Conocía a la perfección el arte de complacer. Sus gruesos labios parecían diseñados para rodear, besar y saborear cada centímetro del cuerpo de su amante, incluso esos centímetros que luego con fruición se hundiría en su cuerpo, una y otra vez, por cada uno de sus huecos. Le encantaba dar suaves mordiscos al miembro viril de sus hombres, a ellos los volvía locos y ella probaba de esa manera su sabor. La mejor de las rameras que frecuentaban la posada era una aficionada en comparación con Rochelle. Porque Rochelle lo disfrutaba, sentía el placer estremecer su piel y sus órganos, y gemía, y acababa una y otra vez y lo disfrutaba, y necesitaba más y más. Pero no solo sexo era lo que tomaba de sus amantes.

De madrugada, cuando los hombres que habían tomado su cuerpo sucumbían al influjo del sueño y de la cerveza, Rochelle tomaba de bajo su cama el cuchillo que su padre utilizaba para sacrificar cerdos, y se lo clavaba a su amante a la altura del corazón, rápido y sin dolor ni escándalos. Luego drenaba la sangre hacia un cubo y una vez seco con oficio de carnicero procedía a carnear el cuerpo y separar sus partes aprovechables. Cada tanto probaba la carne cruda, pero sabía que cocida el sabor resaltaba mucho más. Los guisos de carne de Rochelle eran famosos en la región, y ella estaba orgullosa. Procuraba utilizar toda la carne en el día, de manera de no necesitar salarla ni arriesgarse a que se eche a perder. Seguía los pasos de su abuela, reconocida cocinera famosa en todo el sur de Francia. Rochelle conocía el punto exacto de cocción y los condimentos que realzaban el sabor de cada músculo, de cada víscera, de cada miembro. El pene y los testículos se los reservaba para ella en la soledad del almuerzo, junto con los ojos (que aún conservaban su imagen) y el corazón (que había galopado por ella su última carrera). Pero el resto solía compartirlo generosamente con el resto de los pasajeros, que ni se imaginaban que su bocado de hoy era su compañero de juerga de anoche. Luego ella tiraba todo aquello que no se podía comer al pozo que tenía bajo el sótano y listo. Todo excepto la cabeza. Preparaba en un frasco una mezcla de salmuera y vinagre y allí conservaba cada cabeza, en un armario destinado a tal efecto. Así había hecho con su padre, ese hijo de puta de Jean-Luc, borracho perdido que se cansó de violarla durante más de veinte años, hasta que ella presa del odio arrancó de un mordisco su pene y luego, ya cebada, lo invitó a formar parte de su primer guiso. Así con sus tres pequeños hijos recién nacidos, que ni siquiera nombre habían llegado a tener. Así con todos los hombres que habían osado conocer el interior de su cuerpo.

Ah Rochelle, cuánto más hubieses seguido con tu cruzada culinaria de no haber hallado el manjar erróneo. Por supuesto, él debería haberte dicho que era el nuevo obispo de Poitiers. Y a los soldados no les gustó encontrar su cabeza entre otras 390 mientras hurgaban en tu sótano.

Pobre Rochelle. Tuvo tiempo de pensar en qué sabor tomaría su carne asada mientras el verdugo encendía la pira de la Inquisición.









5 comentarios:

  1. hice un descanso de punk, (que voy por el cap. 11) para leer por acá. me encantó este relato! no entendí mucho los motivos de la mudanza, pero este espacio está muy bien.
    salut!

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  2. Bastante gila la mina. ¿Para qué corno tenía que conservár las cabezas, me podes decír? Las hubiera tirado en el bosque, che. No hay caso, mujer tenía que ser.

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  3. Siempre adore esta historia... Fue la primera que te lei y x la cual me enganche a seguir leyendote.

    Besos, Septi (no te pierdas)

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  4. Mala, muy mala Rochelle. Bueno, muy bueno el cuento

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