miércoles, 17 de noviembre de 2010

La frente marchita

(Ante todo y nobleza obliga, millones de gracias a la Galle Isabel Rubio por el asesoramiento idiomático y geocultural)



El porro volvió hacia mí. Eran las cuatro de la tarde de un sábado de primavera. Habíamos dejado la cama tres horas antes pero para nosotros era como si hubiesen pasado minutos. Su mano me entregaba el pequeño pitillo de marihuana mientras su boca jugaba con la mía y el humo que salía de su nariz le daba un tinte de ensueño a la escena. Vernos desnudos en mi buhardilla casi sin muebles me hizo pensar en el Último Tango en París. Pero era Madrid, y muchos tangos nos quedaban por bailar juntos.
-De chica mis viejos me llevaban a bañarme a la Costanera Sur. Ahora ya no se puede.
-¿Y por qué no?
-Porque el río está lleno de mugre. Buenos Aires nunca le dio mucha bola al río.
-¿Y cómo es eso? Un río lleva el alma de una ciudad.
-Será que el alma de Buenos Aires estará llena de mugre entonces. ¿Bailamos, gallego? -preguntó ella.
-No me llames gallego, soy andaluz -repliqué. Sabía que no iba a obedecerme.
-Sí, y yo soy de Paternal. Y nadie conoce a Argentinos Juniors por acá.
-Mi pobre niña. El exilio te hace mal. Te puedo recomendar un buen colega.
-No pretendas analizarme, Doctor Freud. Soy tan solo una humilde neurótica del otro lado del Atlántico.
-Por supuesto. La más humilde.
-La abanderada de los humildes.
-No nos une el amor, sino el espanto -dije, a cuento de nada.
-Será por eso que te quiero tanto -concluyó y rompió a reír. Sonaba Richard Clayderman y volvimos a bailar.

Aquellos eran los buenos tiempos. La había conocido unos meses antes en Barajas. Un avión acababa de escupirla en este país y una tormenta le daba la bienvenida a la Madre Patria. Ella venía desde Argentina casi con lo puesto y el frío de enero le recordó que ya no se encontraba en el Hemisferio Sur. Yo había ido a despedir a una novia que había decidido marcharse a Alemania y su imagen tiritando frío sin saber adonde ir me enterneció. De modo que me acerqué a ella y le ofrecí mi ayuda.
-Señorita, ¿espera a alguien? ¿Quiere que la lleve a algún lugar?
-¿Y usted quién es? -contestó ella con recelo.
-Nadie, pero me llamo Joaquín -le contesté-. La noto en problemas y siento que puede necesitar de mi ayuda. ¿Quiere que la lleve?
Ella dudó. Lo normal hubiese sido que se largase, pero por el contrario me sonrió y aceptó mi ofrecimiento. Algo de desesperación tendría, y otro tanto de desamparo. Más tarde entendí que esa propuesta era todo lo que había para ella en la península. Esa noche, al menos, fui un caballero. La dejé en casa de un matrimonio de amigos argentinos y volví a la mía solo. Sabía que habría tiempo para llevarla conmigo.

Ella estuvo viviendo con mis amigos por un tiempo. Los primeros días permitió que la mantuvieran, como al pariente en apuros que en definitiva es cualquier compatriota exiliado. Pero a las dos semanas ella misma quiso hacer algo para cambiar esa situación y se puso a trabajar artesanías. Resultó que se las apañaba bien para confeccionar todo tipo de artesanías, baratijas en materiales baratos pero que en el Rastro podía vender a un precio razonable. Era un curro, en definitiva, y ella necesitaba currar. Yo comencé a ir a verla en su puesto, domingo tras domingo, como un ritual. Había sido su protector y no tardé en ser su amigo. Al poco ya era su amante. Y antes de que lo advirtiera ella era mi amor.

Corrían finales de los '70 en el Viejo Continente. Nuestra historia de amor seguía su curso y yo me sentía feliz como nunca lo había sido. Algún tiempo después ya vivíamos juntos. Pero no tardé mucho en car en la cuenta de que yo nunca sería su gran amor. Caminábamos por la Calle Velazquez, no lejos del Parque del Retiro, cuando desde una ventana escuchamos salir música. Ya era tarde y volvíamos de tomar unas copas. Entonces a mis oídos llegaron esas palabras que no voy a olvidar. “Quizás porque no soy de la nobleza puedo nombrarte mi reina y princesa, y darte coronas de papel de cigarrillo”. Ella soltó mi brazo y corrió hacia la ventana. Vi las lágrimas correr por su rostro. Entonces comenzó a gritar: “¡Argentinos! ¡Argentinos!”. La puerta no tardó en abrirse y dos pares de brazos la recibieron abiertos. Esa extraña hermandad que provoca el exilio se manifestaba ante mí en todo su esplendor. Pero entonces comprendí que las sonrisas que yo podía sacarle no se comparaban con las que le arrebataba todo aquello que procediera del otro lado del mar, del otro lado del Río de la Plata. Esta era una pareja de adolescentes casi, que vinieron a casa de sus abuelos perseguidos por fuerzas que al parecer debería cuidarlos. Habían llegado dos días atrás. Entre lo poco que habían podido traer desde Buenos Aires tenían un regalo para los viejos que no dudaron en compartir con ella. Eran unas galletas con dulce de leche cubiertas de chocolate. “Alfajor Jorgito” decía en el paquete. Ella, mientras lo abría, lloraba. Comprendí en el momento que jamás llegaría a sentir eso por mí. Y no mucho después llegó el Mundial. Y me vi rodeado de cientos de Argentinos que gritaban y saltaban en las gradas del Nou Camp mientras el Campeón del Mundo caía ante Bélgica. A ella no le gustaba el fútbol, ni siquiera cuando Maradona fichó para el Barcelona, pero verse rodeada de compatriotas la hacía feliz como ninguna otra cosa.

Por aquella época la herida de Malvinas aún sangraba y el gobierno militar estaba pronto a su fracaso. Ella festejó la victoria de Alfonsín como si hubiera sido el título de fútbol que Argentina no pudo conquistar. Yo la festejé con ella, pero sólo porque en ese momento no alcancé a ver la realidad.

Ella se iría.

Todavía tuvimos unos meses más para nosotros, pero ya no era lo mismo. En el mismo momento en que se anunciaron las elecciones en Argentina ella comenzó a planear la vuelta. Luego de que Alfonsín llegó a la Presidencia empezó a moverse. El regreso estaba previsto para el verano del '84. Pero ya desde comienzos del otoño no pensaba en otra cosa. Ella sabía que yo no podía acompañarla. Pero la necesidad por su tierra era mayor. Yo podía ofrecerle todo el mar. Pero ella era un animal de río.

Partió con destino a Buenos Aires un 16 de junio.

La postal con una foto de bailarines de tango en Plaza Dorrego me llegó una semana después. Al principio me escribió con regularidad. Después, ya no tanta. La última me llegó en febrero de 1985. No tenía teléfono, no contestaba las mías. Un día, varios años después, me hice a la idea de que tendría que olvidarla.

El tiempo pasó. Un Congreso de Psicología me llevó a Buenos Aires para la época del Bicentenario de la Revolución de Mayo. El tiempo y la distancia no hacen bien a los recuerdos, pero las calles por las que caminaba parecían dibujadas por sus palabras. Sin embargo, cuando fui a su dirección en Avenida Boyacá, me encontré con un rascacielos que no debía de estar allí.

Sentí angustia. Caminé algunas manzanas y cogí un autobús. De alguna manera fui a parar a Plaza de Mayo. Y allí me rendí. Y caí de rodillas, y lloré, y grité su nombre.

Y entonces sí, por fin, la dejé ir.

sábado, 13 de noviembre de 2010

El Choripán Intermitente


Era una tarde de sábado en primavera. Andaba por Parque centenario, aprovechando el clima agradable de la hora de la siesta. El parque estaba lleno de gente que va de acá para allá, paseando y comprando por los puestos de la feria. A eso de las tres me di cuenta de que me picaba el bagre. Todavía no había almorzado.
En la feria del Parque Centenario se puede conseguir de todo. Ropa, juguetes, artículos de colección, libros, herramientas, artesanías, discos, lo que se te ocurra. Menos comida. Caminé bordeando Ángel Gallardo hasta Patricias Argentinas y cuando estaba frente al Hospital Naval me cansé y me mandé p’al medio del parque. Ese suele ser el costado más tranquilo, incluso en días de feria. Cuando hice unos cincuenta metros me encontré con un puesto de choripanes. Al principio me pareció que estaba vacío, unos segundos después vi a la mujer que atendía en su interior.
Era un puesto de chapa, cerrado. Tenía una pequeña parrilla y una chimenea con tiraje. La mujer estaba metida adentro de la estructura. En el pequeño mostrador (si es que se puede llamar así) había un tarro con salsa criolla, otro con chimichurri y un tercero con algo que no podría definir pero que era puro ají molido. Me acerqué y le pedí un chori.
La mujer era amable, de edad indefinida, y llevaba puesto un delantal azul cubierto e grasa. El detalle del pañuelo en la cabeza es digno de mencionar, al menos no metía los pelos en la parrilla. No sé si hubiese aprobado una inspección de Bromatología. No lo creo, en realidad.
-Los de la panadería me trajeron cualquier pan –me dijo-. No entienden que para choripanes se usan milonguitas. Y frescas. Tenés que cuidar esas cosas si querés que la gente vuelva. Lo importante es que la gente vuelva. ¿Criolla o chimi?
Criolla, gracias. Le puso una generosa cantidad a mi chori y después agarró un rollo de cocina que estaba atrás de ella y quiso agarrar una servilleta, pero sacó cinco o seis. Con el chori en la mano las volvió a enrollar y cortó una sola. Envolvió el chori en ella y me lo dio.
Hasta entonces jamás había probado un choripán tan rico como ese. Le di las gracias y me fui caminando hacia el lago mientras lo comía. Era grande, generoso, tenía el equilibrio justo entre sabor y picante y no chorreaba. En cuanto lo terminé supe que iba a volver.
A la semana siguiente se me ocurrió volver a Parque Centenario. Paseé por los mismos puestos, caminé las mismas veredas y me crucé con la misma cantidad de gente. Y cuando se hizo la hora rumbeé p’al medio del parque a buscar mi choripán. No encontré el puesto de la señora. Lo que es peor, ni siquiera encontré el camino por el cual el puesto se hallaba. Era simplemente como si hubiesen extraído esa parte del Parque y la hubiesen reemplazado por pasto, árboles y esas cosas que se suelen encontrar en las plazas. Caminando llegué hasta Díaz Vélez donde termina Otamendi, y entre un puesto de vasos de colección y otro de arañas viejas había una parrillita tambor donde también hacían choripanes. Pero eran como cualquier otro que hubiese comido antes. No me sorprendían, ni por tamaño ni por calidad. Y el estado higiénico de la parrilla más valía ignorarlo o el chori me iba a patear el hígado peor todavía, si cabe. De la señora, ni rastros.
Volví a ir varias veces a Parque Centenario esa primavera. En cada una de esas oportunidades busqué infructuosamente el puesto de choripanes de la señora de delantal y pañuelo en la cabeza. Al final me rendí, por supuesto. Imágine que habría muerto, o se había ganado la lotería y dejó de ganarse la vida vendiendo choripanes, o que simplemente se dio cuenta de que el puesto estaba en un lugar de mierda dentro del parque y se mandó mudar quién sabe a donde. Durante los años siguientes comí muchos choripanes en diversos lugares. En la cancha, en asados, en parrillas, hasta me fui a la Costanera Sur en busca del choripán perfecto. Era inútil. El choripán perfecto lo había probado en Parque Centenario aquella tarde y ahora incluso dudaba de si en realidad no lo habría soñado.
Más o menos quince años después una tarde de miércoles (en todo sentido), en mitad del invierno, volví al Parque Centenario. Mi hijo mayor había muerto en el Naval y yo salí del Hospital a tomar aire. Mi hija se estaba ocupando del papelerío desagradable que rodea a cualquier muerte y yo podía permitirme huir de los cuervos para sufrir mi dolor en paz. Entonces lo vi. Estaba tal cual la primera vez, en el mismo camino perdido, con la misma parrilla y la misma chimenea. Podría jurar que hasta las manchas de grasa del delantal de la señora eran las mismas. Podría jurar que incluso las arrugas en su rostro no habían cambiado.
-Buenas –le dije-. ¿Me da un chori?
-Como no –me contestó-. ¿Criolla o chimi?
-Criolla, gracias –elegí. Ella tomó un pan, lo cortó y lo puso en la parrila junto al chori abierto. Era una milonguita.
-Hace mucho que no la veía. Una vez hace años le compré un chori. El mejor que probé en mi vida. Usté me dijo que usaba milonguitas porque con esas cosas se aseguraba que la gente volviera. Pero yo quise volver un montón de veces y jamás la volví a encontrar.
-Yo siempre estuve acá, nunca me moví. Creo que me deben tener inventariada con el parque. Sin embargo, al parecer funcionó. Usté está acá. Volvió.
Iba a replicarle algo, pero me di cuenta de que tenía razón. Tarde o temprano, estaba de vuelta. Así que decidí hacer algo de provecho con mi boca en vez de hablar boludeces y me dispuse a saborear el chori que ahora ella me entregaba, correctamente envuelto en una servilleta de rollo de cocina.
Seguía siendo el mejor chori que probé en mi vida.

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