lunes, 26 de octubre de 2009

Un grano por día



Traté a Roberto Magnoli durante tres épocas bien distintas a lo largo de toda mi vida. La primera fue sobre el final de mi educación primaria. Corrían los primeros cincuentas y mis padres habían decidido que sería buena idea ponerme un profesor particular que me ayude con ciencias naturales, materia en la que paradójicamente andaba más flojo. El profesor era un hombre de avanzada edad llamado Florentino Sallese. Roberto Magnoli también acudía a sus clases, y con frecuencia compartíamos el horario. Yo tenía doce años por entonces. Roberto era considerablemente menor. En realidad no tanto, pero para un niño de ocho otro que está a punto de pasar a la secundaria es enorme. El apoyo escolar se mantuvo durante tres meses, hasta la finalización de las clases. A poco de comenzado el nuevo año me enteré del fallecimiento de Sallese, aparentemente por causas naturales.
A pesar de vivir en el mismo barrio en una época en que Buenos Aires no era tan gigantesca e impersonal como ahora, durante mucho tiempo le perdí el rastro a Magnoli. Nuestro contacto se reanudó ya de adultos, o casi. Promediaban los sesenta y yo estaba pronto a recibirme de médico en una importante universidad privada. Fue entonces cuando empecé a compartir materias con él. Reconozco que era un alumno brillante que realizó su carrera a un ritmo infatigable, logrando en apenas cuatro años ponerse casi a la par conmigo, que ya llevaba seis. Sin embargo, no es eso lo que más recuerdo de él por aquellos años.
Roberto Magnoli era el tipo más calavera que vi en mi vida. Nunca logré entender cómo lograba congeniar la tenacidad para llevar adelante sus estudios con la forma en que le gustaba la joda. Era la época del Club del Clan, Elvis, Los Beatles, Hipopótamus e Isidoro Cañones. Y Roberto era un playboy. A mí me llamaba la atención ya por aquella época cómo había crecido el pequeño niño que yo conocí, al punto que todos nos daban la misma edad. Porque por cierto, solíamos compartir mucho tiempo juntos. Estudiando y saliendo. Lo único que jamás pude entender es en qué momento dormía. Recuerdo un episodio con claridad. A las ocho de la mañana de un lunes rendíamos Medicina Interna II. El sábado estuvimos juntos hasta las seis de la mañana en Kontiki. El domingo nos juntamos para estudiar a las seis de la tarde y no paramos de hacerlo durante trece horas, salvo para cenar, preparar café y un pequeño break de cinco minutos a las cuatro de la madrugada en que Roberto me pidió recostarse en el sofá para aclarar ideas. Cinco minutos apenas, y al levantarse estaba fresco y rozagante. En el examen nos fue bien, y luego de aprobar me invitó a almorzar a modo de festejo. Yo decliné amablemente en vista de mi cansancio, pero él de todos modos fue a un restaurante con una compañera de otro curso. Volví a verlo a la noche, luego de descansar toda la tarde. Entonces lo encontré con la misma muchacha, con quien habían compartido el día entero paseando por la ciudad. Charlando con ella me enteré de que el día anterior también se habían visto, en un asado al que Roberto asistió luego de separarse de mí en Kontiki, y que había durado desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Miré a Roberto. Su aspecto no era el de alguien que llevara al menos cuarenta y ocho horas sin dormir, sino todo lo contrario.
Al poco tiempo de recibirnos Roberto Magnoli recibió una propuesta de trabajo del Centro Médico Coyoacán en México D.F. y así le perdí el rastro nuevamente, y por mucho más tiempo que la última vez.
La siguiente oportunidad en que nuestros caminos se cruzaron fue hace apenas dos meses. Ambos nos convertimos en médicos prestigiosos, y tuvimos vidas al menos interesantes. Yo tuve hijos, nietos, libros y árboles, y cuando la jubilación y el retiro ya eran prácticamente mis únicas expectativas en el campo profesional, recibí una sorpresa que logró movilizarme lo suficiente como para redescubrir el entusiasmo de mi tarea. A mis sesenta y cuatro años y en mi condición de Jefe de Oncología del Hospital Argerich ya casi nada me impresiona, pero cada tanto algo llama mi atención y me hace sentir una vez más en el llano. Eso fue lo que me sucedió cuando encontré a Roberto Magnoli ingresando a una sesión de quimioterapia.
Ninguno de los dos es ingenuo, y ya en ese momento ambos nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. En cuestión de algunos meses, Roberto Magnoli iba a morir.
A partir de ese momento, y en vista de mi casi inminente retiro, comencé a ser para él más un viejo compañero que un médico. Sin embargo, reconozco que lo que me empujó a este comportamiento no fue tanto la amistad o la compasión como la curiosidad. Es sabido que el cáncer deteriora, y por cierto Roberto tenía más apariencia de octogenario que de alguien que recién entra en sus sesentas, pero más allá de eso su aspecto era el de un octogenario pleno de salud. Algo no me cerraba.
En una de esas charlas que él y yo solíamos tener, mezcla de diagnóstico, tratamiento y nostalgia, finalmente encontré el punto. Aunque preferiría no haberlo hecho.
-Rober, ¿cuántas horas dormís por día? –le pregunté con ingenuidad.
-Ocho –me contestó-. Desde que tengo memoria nunca dormí menos de ocho horas.
-Dale, piratón –retruqué, jocoso-, eso puede ser ahora, ¿te pensás que no me acuerdo de aquellas maratones de varios días sin pegar un ojo?
-Ja, ja, es verdad. A lo mejor es un buen momento para que te cuente la verdad sobre todo aquello.
Yo lo miré intrigado.
-¿Te acordás de Sallese? ¿El profesor de biología?
Asentí
-El tipo era un genio. Pero un genio muy solitario. Así que yo les pedí permiso a mis viejos para ir a saludarlo para Navidad aquel año. Se puso muy contento el viejo. Y en agradecimiento me dio un regalo. Resulta que Sallese era químico, y tenía un pequeño laboratorio donde se había pasado la vida experimentando. Allí me llevó, y me ofreció un frasco grande de vidrio, de los de cinco kilos de mayonesa, lleno de lo que parecía ser granos de arroz. Yo lo miré extrañado y dudé en ese momento de la cordura del profesor. El se dio cuenta y me dijo: “Entiendo que te parezca raro, pero no es lo que parece. Es mejor que vos mismo lo descubras, pero antes te quiero hacer una recomendación. Al menos cuando pruebes el primero, será conveniente que estés desnudo. Ojalá sepas cómo aprovecharlo”. Sallese murió a los pocos días, y pasaron algunos más hasta que me animé a probar el primer grano. Eran las once de noche y estaba solo en mi cuarto. Desde la ventana veía los autos pasar por la avenida. Me quité toda la ropa y tragué sin morder el comprimido, que eso era. De inmediato la ciudad se calló. Miré por la ventana y los autos estaban quietos. El reloj se había detenido. Sin embargo, cuando quise abrir la puerta, ésta estaba durísima, como si fuera de hierro macizo y sus bisagras estuvieran completamente oxidadas. En ese momento no entendí lo que pasaba. Reconozco que tuve miedo. El mundo se había detenido. Nadie escuchaba mis gritos, ni mi llanto, ni nada. Finalmente, me quedé dormido. Dormí unas cuantas horas. Cuando me desperté, eran las once de la noche.
-¿Perdón?
-Hoy quizás lo comprendo mejor. Cada uno de esos granos altera el metabolismo de tal forma que lo que para el mundo eran ocho horas para mí era apenas un segundo. No podía afectar nada de ese mundo, ni siquiera mover objetos, pero lo que sí podía hacer era dormir durante ese tiempo. Así que desde los ocho años he tenido días de treinta y dos horas. Cada vez que he querido dormir, me tomaba un comprimido y descansaba durante ocho horas corridas sin que nadie se diera cuenta, a veces a la vista de todos. Gracias a eso pude terminar mi carrera en tiempo record sin dejar de divertirme. Pero ya ves, eso también me hizo envejecer más rápido. No me quejo. He vivido mucho y bien. Más de lo que la mayoría vivirá. Ahora me toca pagarlo. Eran veinte mil comprimidos en el frasco. Gracias a ellos, he vivido casi una vida de más.

Hace dos días murió en su cama Roberto Magnoli. Ha vivido intensamente, más que cualquiera de nosotros. Hoy, a modo de homenaje, he venido a visitar por última vez su casa.
Bajo su cama hay una cajita de fósforos. En su interior, unos cuantos granos de arroz.

sábado, 10 de octubre de 2009

Blues del Gato

(Animate, dale play)




Se llamaba Poe. Tenía unos ojos verdes profundos e hipnóticos, y un pelo negro largo y sedoso. Confieso que a veces me intimidaba. Katja se reía, decía que no me tenía que preocupar por Poe, que era su amigo y su compañía. Lo cierto es que el gato siempre estaba presente, siempre mirándonos. Las noches en que estábamos juntos, siempre en su depto, haciendo el amor durante horas, la mirada de Poe se clavaba sobre nosotros, como si fuera un silencioso voyeur observando nuestra intimidad. A Katja la excitaba eso, lo sé. Pero a mi su presencia nunca me gustó del todo. Ese era mi momento, mío y de ella, y no estaba dispuesto a compartir protagonismo con una bestia de cuatro patas. Pero para ella era su debilidad, y yo debía respetarlo. De no ser por ella, con gusto lo hubiera revoleado por la ventana merced a una patada bien puesta.
Poe me miraba. Esta vez estuve realmente tentado a darle esa patada redentora, pero me contuve. En lugar de eso lo tomé con mi mano derecha del collar de vinilo negro con su nombre que Katja le había puesto y lo encerré en el baño. Él se dejó llevar mansito, pero a los pocos minutos estaba nuevamente conmigo. Estaba claro que quería ser mi pesadilla.
La habitación necesitaba un poco de orden, es cierto. Katja nunca fue la mujer más prolija que conocí, pero en esta ocasión era demasiado. Fui al lavadero y busqué elementos de limpieza. Encontré todo lo que hacía falta, Katja era disciplinada con ese tipo de cosas. Así que simplemente me agaché y me puse a limpiar.
Katja era divina. Nuestra relación ya llevaba un par de años, y por mi parte no hacía más que afianzarse. Jamás la visitaba con las manos vacías. Depende el humor del día podía llevarle champagne, o un muñeco de peluche, o chocolates (que le encantaban, pero le producían tal culpa que me puteaba mientras se los devoraba). Era una muñeca, la mujer de mis sueños. Veinticinco años, piel tersa apenas bronceada, cabello rubio largo y sedoso. Su sonrisa iluminaba cualquier ambiente y sus tetas daban para quedarse el resto de la vida durmiendo entre ellas. Tenía un culo espectacular y generoso, y la vagina más bella que jamás haya visto. Y esos ojos, verdes y profundos como los de su gato.
Mi vida es sencilla y rutinaria. Tengo un trabajo aburrido que me insume muchas horas. No gano mal pero tampoco excesivamente bien. Mis padres me dejaron una casa modesta pero bien ubicada. No tengo demasiados gastos fijos ni preocupaciones. Mi único vicio es Katja. No ha pasado una semana sin que la visite desde mi divorcio. La tercera parte de lo que gano se lo destino a ella. Se lo merece, es magnífica. Con ella tengo una buena charla, siempre, el mejor sexo que he probado y una dulzura y una simpatía que la convertían en la muchacha más deliciosa que ha pasado por mi vida. Un servicio con Katja me llenaba más que cualquier relación con una "novia". Por eso sentí que me traicionaba cuando me dijo que se iba a retirar.
-¡Voy a dedicarme a la profesión para la que me preparé! –me dijo con una sonrisa en los labios- Hacer esto me encanta, pero mi tiempo ya pasó. Ahora todo el mundo me va a conocer como la Licenciada Moreno, ¿qué tal?
-Podés ser la Licenciada Moreno sin que dejemos de vernos…
-Ay, amor… sabés que eso no es cierto… no es compatible ser Licenciada en Sistemas y hacer lo que hago… Ya vas a encontrar otra chica mejor que yo…
-¡No quiero otra mejor que vos! ¡No quiero una puta barata que me chupe la pija por un par de mangos! ¡Yo te quiero a vos!
-Bebé… no me podés tener más ya… dale, aprovechemos nuestra última noche. Vení con mami.
En todo el tiempo que estuvimos juntos le llevé muchos regalos. Uno de los que más le había gustado era una estatuilla de bronce que representaba a una mujer alada sin cabeza y sin brazos. Ella la llamaba la Victoria de Samotracia. Creo que ni siquiera llegó a darse cuenta de cuando le golpeé la sien con ella. Fue en un solo movimiento, rápido e incontenible. Apenas lo entendí cuando vi su cuerpo en el suelo y la sangre que empezaba a manar de su cabeza. Primero traté de limpiar la mancha de sangre, pero pronto me di cuenta de que no tenía demasiado sentido con el cadáver ahí, tirado en el suelo. Entonces me dediqué a borrar cuidadosamente mis huellas de la habitación. Empecé por la estatuilla, por supuesto, pero luego me ocupé de botellas, vasos, espejos, picaportes, todos aquellos lugares donde había apoyado los dedos. En un par de horas el lugar estaba impecable y sin restos de mi presencia. Antes de irme le hice una última caricia a Poe en el lomo.
Sé que hice mi trabajo de limpieza a conciencia, pero los forenses encontraron mis huellas y restos de su sangre en el collar de Poe de cuando lo llevé al baño.
Finalmente, el gato de mierda me mandó en cana.
Cuando salga me compro un perro.

martes, 6 de octubre de 2009

Linepithema humile


Siempre fuimos tan soberbios.

Los hechos se dieron más o menos de este modo. A fines del XIX Argentina estaba pasando por un cierto período de esplendor que le permitía exportar materias primas a todo el mundo. La mayoría de esas exportaciones se hacían por barcos que salían de Buenos Aires y llegaban a distintos puertos en todas partes del mundo. En muchos de esos barcos viajaron algunos polizones casi invisibles: hormigas. Y no sólo hormigas comunes, obreras estériles que morirían al llegar a tierra, no: también viajaron reinas fertilizadas dispuestas a fundar nuevas colonias.

Pero estas hormiguitas viajeras tenían una particularidad: en Argentina, su tierra, tendían a luchar ferozmente entre miembros de distintas colonias. Bastaba con poner juntas a dos hormigas de dos barrios cercanos para ver cómo se atacaban a mordiscones y se arrojaban sustancias tóxicas, en una lucha sin tregua hasta que una de las dos moría. En el extranjero, sin embargo, conocieron el cooperativismo. Tal vez al encontrarse en un ambiente extraño y hostil, las distintas colonias de hormigas argentinas establecieron una política de mutua ayuda, y así fueron creciendo en número y expandiéndose. Su instintiva agresividad fue canalizada hacia las especies locales, generalmente muy superiores en tamaño pero impotentes ante el número cada vez mayor que tenían las invasoras. Lenta y silenciosamente fueron creando su imperio. En lugar de crear nuevas colonias independientes unas de las otras como todas las demás hormigas, éstas fueron formando megacolonias comunicadas entre sí, construyendo monstruosos hormigueros de miles de kilómetros de extensión. Para comienzos del XXI toda la costa oeste de Estados Unidos, Italia, España, Portugal, Francia, Suiza, Hawai, Australia y Nueva Zelanda habían pasado a formar parte de su dominio, exterminando o desplazando a sus rivales autóctonas y alterando los respectivos ecosistemas.

Si bien ya para finales del XX estaban consideradas como plaga, fue la extinción de la lagartija cornuda costera de California la primera señal importante de alarma. Esta lagartija se alimentaban de hormigas nativas, 10 veces más grandes que las argentinas, pero a esta altura notablemente inferiores en número. En su afán expansionista las invasoras eliminaron a sus rivales y dejaron sin alimento a los reptiles, que se negaban a comer a las nuevas habitantes debido a su sabor amargo y desagradable.

Poco a poco las hormigas sudamericanas iban tomando el mundo, formando más colonias y eliminando a más especies. Los esfuerzos por exterminarlas, fumigando amplias zonas con insecticidas varios, resultaban inútiles. Dejó de ser un asunto de los entomólogos cuando se dieron cuenta de que habían alcanzado un número que les permitía desafiar no sólo a sus pares sino a otras especies más grandes. El 7 de agosto de 2006 a las tres de la mañana los habitantes de Waco, Texas, fueron atacados por un ejército de cientos de miles de millones de hormigas. Su ínfimo tamaño y su enorme cantidad constituían su gran fuerza. Podían escurrirse hasta por lo huecos más pequeños de los edificios y eliminar a sus ocupantes no sólo a mordiscones, sino también provocándoles la muerte por asfixia al penetrar en grandes cantidades por todos los orificios del cuerpo de los pobladores. La victoria fue aplastante. Waco quedó en poder de los insectos, y ni siquiera el poderoso ejército americano pudo hacer nada. Uno a uno fueron tomando pequeños pueblos, y luego pequeñas ciudades. Como si tuvieran algún sistema de comunicación intercontinental el 1º de enero del 2007 la isla de Ibiza, en España, cayó en manos del diminuto Imperio.

Fue entonces que Argentina se convirtió en la Tierra Prometida. A alguien se le ocurrió que los argentinos habían convivido cinco siglos con sus hormigas sin problemas, y que allí sería un lugar seguro. Y por un tiempo lo fue. A medida que el mundo iba cayendo bajo la dominación de las hormigas la Patagonia Argentina, hasta entonces despoblada, se fue llenando de nuevos pueblos y ciudades adonde llegaban exiliados de todo el mundo. Mientras tanto las Naciones Unidas, con Estados Unidos a la cabeza, se habían convertido en un organismo militar decidido a exterminar a las hormigas de la faz de la tierra. Pero esto no resultaba fácil. Habían vivido millones de años más que nosotros en este planeta, y eran resistentes incluso a la radiación atómica. Podían meterse por donde querían y no había forma de eliminarlas destruir el lugar donde se hubiesen asentado, ya fuese un pueblo o una gran ciudad como Washington, que con todo su poderío cedió el 4 de julio de 2007 ante la cantidad abrumadora del invasor. Al escuchar la noticia de la evacuación del Pentágono, el mundo comprendió que una época había terminado.

Lo que siguió fue casi un trámite. El modus operandi de las hormigas era prácticamente el mismo en todas las ocasiones: atacaban a la madrugada, cuando las ciudades estaban más indefensas. En pocas horas terminaban con la población. Los que podían, huían, los que no, morían. Las invasoras sabían lo que querían: ni perros, ni gatos, ni demás animales eran atacados. De esta manera fueron cayendo New York, París, Londres, Tokio, Beijing, Hong Kong, Sydney. Oceanía fue el primer continente completo en ser desalojado de vida humana a principios de 2010. Luego le siguió África. El otrora poderoso Estados Unidos fue el país más golpeado de América: sólo algunos poblados ubicados más al norte, en el estado de Maine, sobrevivían para fines de 2011. En 2012 ya habían caído Europa y Asia. Sólo restaba América del Sur.

Todo el terror que se había apoderado del mundo a partir de 2007 apenas se había sentido al sur del Ecuador. Brasil, Venezuela, Chile y especialmente Argentina vivieron su momento de mayor esplendor al recibir a los refugiados de todo el mundo. Pero cuando el problema mundial se tornó incontrolable la economía de estos países no pudo resistir la gran demanda de alimento. Entonces llegaron ellas.

Hasta 2012 las hormigas habían respetado a sus pares de América del Sur, quizás por una suerte de cosanguineidad que les impedía volverse contra sus ancestros. Pero con la guerra casi ganada sólo restaba conquistar esa parte del mundo para exterminar esa plaga llamada ser humano y volver al orden natural tan añorado. Durante los primeros meses del año las batallas entre las que venían del norte y las que nunca se habían ido del sur eran interminables. Pero a mediados de mayo las hormigas desaparecieron de Sudamérica. Era imposible encontrar una sola por ningún lado. Algunos optimistas creyeron que finalmente se habían exterminado entre ellas y festejaron. Pero no: estaban firmando un acuerdo. El 16 de junio de 2012 a las 03:45 hora de Argentina atacaron cada hogar, cada edificio, cada persona que encontraron desde el Amazonas hasta Tierra del Fuego.

Desde mediados del Siglo XX estábamos convencidos de que nosotros mismos provocaríamos “el fin del mundo”, mediante guerras nucleares, destruyendo el medio ambiente o asesinados por nuestras propias máquinas. Hoy sobrevivimos 63 familias en la Antártida, refugiados en la Base Comodoro Marambio con comida para un año y medio y sin posibilidad de reabastecernos, ya que pisar el continente significa una muerte segura e inmediata. Esperamos indefensos nuestra propia extinción.

Siempre fuimos tan soberbios.

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