miércoles, 2 de diciembre de 2009

Teoría Lost: De Dioses, Hombrecitos y Policías




Antes que nada, este artículo sólo será comprensible en caso de haber visto las cinco temporadas ya emitidas de Lost en su totalidad. Neófitos abstenerse.


Los humanos somos muy pequeños e insignificantes, pero ellos no. Ellos son dioses y en sus manos está el mismo Universo.
Hubo en un tiempo un dios cruel y poderoso. Era frío y manipulador y despreciaba a los hombres. También era capaz de controlar el tiempo y el magnetismo de la tierra. Pero en algún momento su poder se salió de cauce y los demás dioses del panteón decidieron aislarlo. Conocemos a ese dios, lo hemos visto ya alguna vez. Le dimos el nombre de AntiJacob, pero tal vez sea mejor referirnos a él como “La Isla”.
Para contenerlo se designó a un dios tutor y a un grupo de guardianes. “La Isla” quedó separada del resto del mundo, pero dentro de sus fronteras podía hacer y deshacer a gusto. Sin embargo, cada tanto encontraba el camino para extender su influencia al mundo exterior. Es por esto que si bien el tutor vivía con él, los guardianes observaban desde fuera, atentos a cualquier anomalía que hubiese que corregir. A comienzos del siglo XXI la capitana de los guardianes lleva el nombre de Ilana. Y al tutor lo llamaremos a partir de ahora con el nombre de “Jacob”.
La isla siempre detestó a su tutor. Sin embargo, tenía en claro que era su única compañía. Y así lo fue durante mucho tiempo. Jacob junto con unos pocos guardianes levantó el Templo y la Estatua, y entró y salió de la Isla las veces que fue necesario para contener sus esfuerzos por romper la barrera.
Sin embargo, en 1881 algo sucedió. Jacob se arregló para dejar entrar en la isla a un barco, el Black Rock. Seguramente su razonamiento fue que poner humanos en la isla aplacaría un poco su furia y resentimiento. En una demostración de poder e intolerancia la isla levantó al Black Rock por los aires e hizo que se estrellara en medio de la jungla. Los sobrevivientes del naufragio fundaron una colonia en la isla, y Magnus Hanso, su capitán, dejó registro de lo sucedido en su diario de a bordo. Luego de su muerte Jacob se presentó ante Richard Alpert, su primer oficial, y lo nombró Guardián de la Isla, otorgándole el don de la juventud eterna y la posibilidad de entrar y salir según sus necesidades. Richard entendió que como consejero tendría más posibilidades de mantener el control que como líder, y así fue ocupando ese puesto a medida que los jefes nominales se sucedían generación tras generación entre los descendientes de los moradores originales.
Todo estuvo relativamente bien hasta que durante los años ’50 un barco con soldados norteamericanos consigue entrar a la isla, llevando con ellos una bomba de hidrógeno apodada “Jughead”. Los lugareños reducen a los militares y se hacen con su equipamiento, pero la bomba estaba dañada y nadie sabía como tratarla. Entonces, de la nada, un grupo de desconocidos irrumpió (aparentemente desde el futuro) con conocimiento sobre física y sobre acontecimientos que aún no habían sucedido.
En realidad fue la isla, aprovechándose de su manejo sobre el tiempo, quien los había traído. Y es que en ellos había visto una posibilidad para matar a Jacob, y así liberarse de su milenario encierro. Para tal efecto eligió a John Locke, un hombre de fe. Jacob vio entonces la necesidad de encontrar a quienes pudieran evitarlo, y para eso visitó en distintos momentos de su vida a Jack Shepard, James Ford, Kate Austen, Sayid Jarrah y Hugo Reyes, además de al mismo Locke.
Sin embargo, un error de Richard Alpert modificaría por completo el mapa de las relaciones indianas. Durante una excursión al mundo exterior para presenciar el nacimiento de John Locke, Richard dio con Alvar Hanso, biznieto de Magnus, y consideró justo entregarle el diario de viaje de su antiguo capitán. Alvar se obsesionó con la existencia de la Isla, hasta que finalmente logró dar con ella, y fundó la Iniciativa Dharma con el propósito de investigarla y colonizarla. De inmediato los nuevos habitantes entraron en colisión con los viejos, descendientes de la tripulación del Black Rock, a quienes comenzaron a denominar como “hostiles”.
La Isla entró en un periodo lleno de recelo, y cada vez con más frecuencia tomó la forma de humo negro para averiguar las verdaderas intenciones de los humanos. Luego del incidente en el que el núcleo de Jughead fue detonado, la isla decidió que ningún ser humano sería concebido y nacería en su territorio. Alexandra Rousseau y Aaron Littleton serían los últimos seres humanos que nacerían allí. Finalmente, luego de muchos años Richard Alpert decidió que era hora de eliminar a la Iniciativa Dharma en territorio isleño. Fue el tiempo de la Purga y del definitivo ascenso de Benjamin Linus. Y si bien Alvar Hanso continuó enviando suministros, sólo El Cisne siguió funcionando. Lo cual nos lleva a Desmond Hume, el vuelo 815 de Oceanic y el comienzo de esta historia.
Lo que sigue, a partir del 2 de febrero.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Decálogo para un cuento de vampiros


Lo que sigue es una serie de convenciones medianamente aceptadas en tanto reglas para un cuento de vampiros. No son generales, y depende el autor algunas pueden ser distintas y hasta contradictorias. La elección es arbitraria, y como tal está sujeta a debate. Si me olvidé de algo, están invitados a recordármelo.
  1. Los vampiros no toleran la luz del sol. Esto no quiere decir que no les guste, sino que el sol los mata. Normalmente se queman y convierten en ceniza. Son criaturas nocturnas y el día para ellos es hostil. Y ciertamente no brillan.
  2. Los vampiros se alimentan de la sangre de sus víctimas. Sé que esto parece una obviedad, pero es precisamente eso lo que los hace vampiros. En principio, que necesitan sangre para alimentarse. En segundo lugar, son depredadores. Su alimento son sus víctimas.
  3. Es decir, no cualquiera que resulte atacado por un vampiro se va a convertir en vampiro a su vez. Si cada vez que un vampiro se alimenta engendrara a su vez un vampiro nuevo, pronto existirían más vampiros que humanos. Para reproducirse el vampiro debe dar de beber de su propia sangre al elegido, que usualmente es una de sus víctimas.
  4. Ahora bien, el vampiro es inmortal. Contrariamente a lo que parece esto no significa que no puede morir, sino que no envejece y su cuerpo no se corrompe. Es decir, que un vampiro puede ser asesinado, pero jamás morirá por causas naturales, y ni siquiera se contagiará un resfrío. Ahora bien, si el vampiro es inmortal, ¿para qué necesita alimentarse? ¿Y qué sucede si deja de hacerlo? El mejor ejemplo que me viene a la mente acerca de eso es el deterioro que sufre Lestat en Entrevista con el Vampiro de Anne Rice, el cual se revierte cuando vuelve a alimentarse. Lo tomaremos entonces como válido.
  5. Pero matar un vampiro no es cosa fácil. Suelen tener fuerza sobrehumana y habilidades hipnóticas. Algunos incluso llegan a leer pensamientos. Pero lo más importante es que son ampliamente resistentes a casi cualquier tipo de ataque. Sus heridas se regeneran y no sienten dolor. Las balas le causan risa.
  6. ¿Y cómo se mata a un vampiro entonces? Hay básicamente tres formas: La ya citada luz del sol, una estaca en el corazón y la decapitación. En el caso de la estaca, es excluyente que esta sea de madera. De hecho, en Buffy la Cazavampiros y su continuación, Angel, Josh Wheedon pone el hecho de que sea de madera por delante de que sea una estaca. Es decir que no podrias matar a un vampiro con un cuchillo pero sí con una cuchara de madera. De todos modos te recomiendo que le afiles la punta. No te preocupes, al parecer el cuerpo del vampiro es bastante blando. En cuanto a la decapitación, tiene muchas menos reglas. Si la cabeza del vampiro se separa de su cuerpo, se muere. Fin de la historia.
  7. Pero si un vampiro puede morir sólo de esas tres maneras, ¿qué pasa con los crucifijos y el ajo? La realidad es que los afectan, pero de maneras muy distintas. El ajo, por ejemplo, les resulta insoportable. Para que entiendan cómo funciona esto, imagínense que recogen una muestra de orina en ayunas de diez amigos luego de una noche de alcohol y drogas. Déjenlo fermentar durante una semana y al cabo de ella procedan a oler la mezcla. Así de insoportable. Lo del crucifijo es mucho más interesante. Yo podría mostrarle un crucifijo a un vampiro y este se me cagaría de risa en mi cara. Como nos demuestra Stephen King en Salem’s Lot, no es el crucifijo lo que aleja al vampiro, sino la fe que depositamos en él. Si no hay fe, da lo mismo que sea un crucifijo o una batata.
  8. Los vampiros son seductores irresistibles. Si un vampiro decide ejercer su influjo sobre vos, date por chupado. Pero claro, esto requiere de tu inocencia. Si estás prevenido acerca del vampiro seguramente lo encuentres atractivo, pero no vas a ser tan gil de dejarte seducir. ¿O sí?
  9. Los vampiros tienen la capacidad de transmutarse en algunos animales tales como murciélagos, ratas, lobos y otras alimañas. Sin embargo, es posible que declinen esta capacidad y prefieran simplemente convertirse en humo. De las dos posibilidades nos habla Bram Stoker en Drácula.
  10. Un vampiro no puede entrar en una casa a menos que sea invitado por uno de sus ocupantes, preferiblemente el dueño. Esto parecería suficiente protección, pero resulta que sí pueden hacerlo cuando se convierten en animales. Y cuando no lo hacen, tienen suficientes recursos para lograr ser invitados.
Finalmente, todos sabemos que los vampiros no existen. Y es en esta certeza indiscutida en donde ellos encuentran su mayor fortaleza.

Dulce sueños, y cuidate el cogote.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Delirio

El salón era enorme, inabarcable. Ciertamente estaba oscuro, apenas se podían adivinar sus esquinas en la penumbra. Él se preguntaba qué hacía ahí.

Entonces se prendieron las luces. No las del salón en general, sino las del auto. Por lo que se alcanzaba a ver, parecía un Mini Cooper. Luego se escuchó arrancar al motor. Él no pudo dejar de notar que el auto apuntaba directamente en dirección hacia donde él estaba.

El auto salió arando, él tuvo tiempo justo para correrse antes de que lo atropellara. El auto frenó en seco y dio la vuelta. Nuevamente le apuntaba.

Él empezó a caminar hacia los lados. El auto lo empezó a seguir. Lentamente. Él trato de acercarse, pero cada vez que lo hacía el auto retrocedía. Un par de veces hizo el amague de arrancar y atropellarlo. El auto de a poco fue ganando terreno. Más y más. Hasta que finalmente lo arrinconó contra la pared. El auto arrancó a toda velocidad rumbo a su encuentro. Él apenas alcanzó a saltar hacia la derecha. El auto chocó contra la pared y la perforó, dejando entrar la luz del día. El se asomó por el agujero y alcanzó a verlo (efectivamente era un Mini Cooper) marchándose a toda velocidad por el camino de tierra. Salió y se encontró en medio de la jungla.


Empezó a abrirse paso a través de la vegetación. Con una mano tomó el machete que llevaba a la cintura y se puso a cortar lianas y enredaderas varias. Pronto llegó a una pirámide. La rodeó a lo largo de su perímetro hasta que finalmente llegó a la escalera que le permitía subir. No serían menos de quinientos escalones. Comenzó a subirlos. El sol lo estaba cocinando.

El primer dardo cayó en el escalón de piedra que estaba justo frente a sus ojos. Eso le permitió advertir el peligro y correr para evitar ser alcanzado. A medida que subía el alcance de los proyectiles tenía que ser mayor, de manera que los dardos pronto se convirtieron en piedras y luego flechas y mas tarde balas. Él logró esquivarlas durante todo el camino. Por fin llegó a la cima de la pirámide donde estaba el helipuerto. Se subió al helicóptero, tomó los controles y comenzó a volar. No tardaron en aparecer por sus flancos dos helicópteros más que venían a darle caza. Estaban equipados con sendas ametralladoras que no dudaron en usar para tratar de derribarlo. Él los esquivó un buen tiempo, pero al fin un proyectil certero hizo impacto en el motor y él comprendió que debía saltar. Se acomodó el paracaídas y se arrojó al vacío sin demasiada idea de adónde iba a parar. A medida que se acercaba al suelo notaba como su trayectoria lo llevaba directamente hacia una claraboya en un edificio grande, muy grande. Él pasó a través de ella y se encontró en un salón.

El salón era enorme, inabarcable. Ciertamente estaba oscuro, apenas se podían adivinar sus esquinas en la penumbra. Él se preguntaba qué hacía ahí.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Sanjosé



Ya era tarde y el vagón iba vacío, por un momento pensó que iba a encontrar cerradas las rejas de Medalla Milagrosa, pero al final consiguió tren. Le llamó la atención que no haya nadie en su camino pero también, a la hora que venía a tomar el subte a quién se iba a encontrar. Al bajar caminó hasta la punta del andén. Le gustaba el primer vagón, mirar el camino por el costado de la cabina del conductor, espiar los secretos del subte. La estación San José, por ejemplo, fue construida dos veces. La primera para cruzarse con la Línea C en Constitución y la segunda como un escalón más en el camino a Bolívar cuando la idea original fue desechada. Yendo desde el oeste, antes de llegar, aún hoy se alcanza a ver la antigua estación San José (ahora hay talleres, según sabía). Desde el primer vagón uno ve como se acerca por la derecha la estación vieja y a último momento el tren se desvía a la izquierda y se encuentra con la estación nueva.

Estaba llegando a Entre Ríos cuando notó que le faltaba la billetera. No se preocupó demasiado, un robo era improbable, lo más seguro era que se la hubiese olvidado en el escritorio de la oficina. Mientras buscaba vio como el tren se acercaba a San José, y se dispuso para el amague con el que el tren se desviaría.

El tren no se desvió.

Lo primero fue desconcierto, tal vez no había tomado el último coche sino uno fuera de línea que se dirigía a los talleres. Pero ahí no había talleres. El tren se detuvo en un andén como todos, aunque callado, silencioso, como si Buenos Aires arriba se hubiese apagado por completo.

Golpeó la puerta del conductor. No hubo respuesta, de modo que se asomó por la cabina a ver qué pasaba. No había conductor. Aún así, las puertas del vagón se abrieron.

Trató de poner la cabeza fría, todo era un error, claro. Se asomó al andén para ver por donde andaba. Apenas despegó el segundo pie del vagón las puertas se cerraron y el tren reanudó su marcha rumbo (¿a dónde? ¿A Constitución?). Él trató de detenerlo (¡ja!) golpeando los costados mientras se iba, pero finalmente quedó de pie inmóvil en el andén abandonado. Tenía que pensar. Pedir ayuda. Agarró el celular, capaz que tenía señal, pero no tenía batería. Había olvidado cargarlo. Carajo, si por lo menos pudiera hablar con su secretaria, ella sabría qué hacer. No recordaba el nombre de su secretaria. Los nervios, por supuesto, qué querés en esta situación, el de su esposa no se lo iba a olvidar.

No recordaba el nombre de su esposa. No recordaba si tenía esposa, o hijos, o algún tipo de familia.

Lo único que faltaba, que encima le de un panic attack. Nunca había tenido claustrofobia, pero imaginó que debía ser algo muy parecido a lo que sentía ahora. Midió las posibilidades. Podía bajar a la vía y volver caminando hasta Entre Ríos, pero le pareció peligroso e innecesario. OK, le dio cagazo. La otra era salir por el arco que había a mitad del andén. Tenía dos molinetes de los viejos y del otro lado estaba completamente oscuro, pero era la única salida que se podía considerar como tal. Trató de imaginarse a dónde podría salir, pero no recordaba dónde estaba ubicada la estación.
Ya sin sorpresa, descubrió que no recordaba su nombre ni su pasado. Miró la negra oscuridad que había detrás de los molinetes y en un impulso de resignación decidió atravesarlos. Se lo tragó el olvido en el que hacía años dormía la vieja Estación San José.

lunes, 26 de octubre de 2009

Un grano por día



Traté a Roberto Magnoli durante tres épocas bien distintas a lo largo de toda mi vida. La primera fue sobre el final de mi educación primaria. Corrían los primeros cincuentas y mis padres habían decidido que sería buena idea ponerme un profesor particular que me ayude con ciencias naturales, materia en la que paradójicamente andaba más flojo. El profesor era un hombre de avanzada edad llamado Florentino Sallese. Roberto Magnoli también acudía a sus clases, y con frecuencia compartíamos el horario. Yo tenía doce años por entonces. Roberto era considerablemente menor. En realidad no tanto, pero para un niño de ocho otro que está a punto de pasar a la secundaria es enorme. El apoyo escolar se mantuvo durante tres meses, hasta la finalización de las clases. A poco de comenzado el nuevo año me enteré del fallecimiento de Sallese, aparentemente por causas naturales.
A pesar de vivir en el mismo barrio en una época en que Buenos Aires no era tan gigantesca e impersonal como ahora, durante mucho tiempo le perdí el rastro a Magnoli. Nuestro contacto se reanudó ya de adultos, o casi. Promediaban los sesenta y yo estaba pronto a recibirme de médico en una importante universidad privada. Fue entonces cuando empecé a compartir materias con él. Reconozco que era un alumno brillante que realizó su carrera a un ritmo infatigable, logrando en apenas cuatro años ponerse casi a la par conmigo, que ya llevaba seis. Sin embargo, no es eso lo que más recuerdo de él por aquellos años.
Roberto Magnoli era el tipo más calavera que vi en mi vida. Nunca logré entender cómo lograba congeniar la tenacidad para llevar adelante sus estudios con la forma en que le gustaba la joda. Era la época del Club del Clan, Elvis, Los Beatles, Hipopótamus e Isidoro Cañones. Y Roberto era un playboy. A mí me llamaba la atención ya por aquella época cómo había crecido el pequeño niño que yo conocí, al punto que todos nos daban la misma edad. Porque por cierto, solíamos compartir mucho tiempo juntos. Estudiando y saliendo. Lo único que jamás pude entender es en qué momento dormía. Recuerdo un episodio con claridad. A las ocho de la mañana de un lunes rendíamos Medicina Interna II. El sábado estuvimos juntos hasta las seis de la mañana en Kontiki. El domingo nos juntamos para estudiar a las seis de la tarde y no paramos de hacerlo durante trece horas, salvo para cenar, preparar café y un pequeño break de cinco minutos a las cuatro de la madrugada en que Roberto me pidió recostarse en el sofá para aclarar ideas. Cinco minutos apenas, y al levantarse estaba fresco y rozagante. En el examen nos fue bien, y luego de aprobar me invitó a almorzar a modo de festejo. Yo decliné amablemente en vista de mi cansancio, pero él de todos modos fue a un restaurante con una compañera de otro curso. Volví a verlo a la noche, luego de descansar toda la tarde. Entonces lo encontré con la misma muchacha, con quien habían compartido el día entero paseando por la ciudad. Charlando con ella me enteré de que el día anterior también se habían visto, en un asado al que Roberto asistió luego de separarse de mí en Kontiki, y que había durado desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Miré a Roberto. Su aspecto no era el de alguien que llevara al menos cuarenta y ocho horas sin dormir, sino todo lo contrario.
Al poco tiempo de recibirnos Roberto Magnoli recibió una propuesta de trabajo del Centro Médico Coyoacán en México D.F. y así le perdí el rastro nuevamente, y por mucho más tiempo que la última vez.
La siguiente oportunidad en que nuestros caminos se cruzaron fue hace apenas dos meses. Ambos nos convertimos en médicos prestigiosos, y tuvimos vidas al menos interesantes. Yo tuve hijos, nietos, libros y árboles, y cuando la jubilación y el retiro ya eran prácticamente mis únicas expectativas en el campo profesional, recibí una sorpresa que logró movilizarme lo suficiente como para redescubrir el entusiasmo de mi tarea. A mis sesenta y cuatro años y en mi condición de Jefe de Oncología del Hospital Argerich ya casi nada me impresiona, pero cada tanto algo llama mi atención y me hace sentir una vez más en el llano. Eso fue lo que me sucedió cuando encontré a Roberto Magnoli ingresando a una sesión de quimioterapia.
Ninguno de los dos es ingenuo, y ya en ese momento ambos nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. En cuestión de algunos meses, Roberto Magnoli iba a morir.
A partir de ese momento, y en vista de mi casi inminente retiro, comencé a ser para él más un viejo compañero que un médico. Sin embargo, reconozco que lo que me empujó a este comportamiento no fue tanto la amistad o la compasión como la curiosidad. Es sabido que el cáncer deteriora, y por cierto Roberto tenía más apariencia de octogenario que de alguien que recién entra en sus sesentas, pero más allá de eso su aspecto era el de un octogenario pleno de salud. Algo no me cerraba.
En una de esas charlas que él y yo solíamos tener, mezcla de diagnóstico, tratamiento y nostalgia, finalmente encontré el punto. Aunque preferiría no haberlo hecho.
-Rober, ¿cuántas horas dormís por día? –le pregunté con ingenuidad.
-Ocho –me contestó-. Desde que tengo memoria nunca dormí menos de ocho horas.
-Dale, piratón –retruqué, jocoso-, eso puede ser ahora, ¿te pensás que no me acuerdo de aquellas maratones de varios días sin pegar un ojo?
-Ja, ja, es verdad. A lo mejor es un buen momento para que te cuente la verdad sobre todo aquello.
Yo lo miré intrigado.
-¿Te acordás de Sallese? ¿El profesor de biología?
Asentí
-El tipo era un genio. Pero un genio muy solitario. Así que yo les pedí permiso a mis viejos para ir a saludarlo para Navidad aquel año. Se puso muy contento el viejo. Y en agradecimiento me dio un regalo. Resulta que Sallese era químico, y tenía un pequeño laboratorio donde se había pasado la vida experimentando. Allí me llevó, y me ofreció un frasco grande de vidrio, de los de cinco kilos de mayonesa, lleno de lo que parecía ser granos de arroz. Yo lo miré extrañado y dudé en ese momento de la cordura del profesor. El se dio cuenta y me dijo: “Entiendo que te parezca raro, pero no es lo que parece. Es mejor que vos mismo lo descubras, pero antes te quiero hacer una recomendación. Al menos cuando pruebes el primero, será conveniente que estés desnudo. Ojalá sepas cómo aprovecharlo”. Sallese murió a los pocos días, y pasaron algunos más hasta que me animé a probar el primer grano. Eran las once de noche y estaba solo en mi cuarto. Desde la ventana veía los autos pasar por la avenida. Me quité toda la ropa y tragué sin morder el comprimido, que eso era. De inmediato la ciudad se calló. Miré por la ventana y los autos estaban quietos. El reloj se había detenido. Sin embargo, cuando quise abrir la puerta, ésta estaba durísima, como si fuera de hierro macizo y sus bisagras estuvieran completamente oxidadas. En ese momento no entendí lo que pasaba. Reconozco que tuve miedo. El mundo se había detenido. Nadie escuchaba mis gritos, ni mi llanto, ni nada. Finalmente, me quedé dormido. Dormí unas cuantas horas. Cuando me desperté, eran las once de la noche.
-¿Perdón?
-Hoy quizás lo comprendo mejor. Cada uno de esos granos altera el metabolismo de tal forma que lo que para el mundo eran ocho horas para mí era apenas un segundo. No podía afectar nada de ese mundo, ni siquiera mover objetos, pero lo que sí podía hacer era dormir durante ese tiempo. Así que desde los ocho años he tenido días de treinta y dos horas. Cada vez que he querido dormir, me tomaba un comprimido y descansaba durante ocho horas corridas sin que nadie se diera cuenta, a veces a la vista de todos. Gracias a eso pude terminar mi carrera en tiempo record sin dejar de divertirme. Pero ya ves, eso también me hizo envejecer más rápido. No me quejo. He vivido mucho y bien. Más de lo que la mayoría vivirá. Ahora me toca pagarlo. Eran veinte mil comprimidos en el frasco. Gracias a ellos, he vivido casi una vida de más.

Hace dos días murió en su cama Roberto Magnoli. Ha vivido intensamente, más que cualquiera de nosotros. Hoy, a modo de homenaje, he venido a visitar por última vez su casa.
Bajo su cama hay una cajita de fósforos. En su interior, unos cuantos granos de arroz.

sábado, 10 de octubre de 2009

Blues del Gato

(Animate, dale play)




Se llamaba Poe. Tenía unos ojos verdes profundos e hipnóticos, y un pelo negro largo y sedoso. Confieso que a veces me intimidaba. Katja se reía, decía que no me tenía que preocupar por Poe, que era su amigo y su compañía. Lo cierto es que el gato siempre estaba presente, siempre mirándonos. Las noches en que estábamos juntos, siempre en su depto, haciendo el amor durante horas, la mirada de Poe se clavaba sobre nosotros, como si fuera un silencioso voyeur observando nuestra intimidad. A Katja la excitaba eso, lo sé. Pero a mi su presencia nunca me gustó del todo. Ese era mi momento, mío y de ella, y no estaba dispuesto a compartir protagonismo con una bestia de cuatro patas. Pero para ella era su debilidad, y yo debía respetarlo. De no ser por ella, con gusto lo hubiera revoleado por la ventana merced a una patada bien puesta.
Poe me miraba. Esta vez estuve realmente tentado a darle esa patada redentora, pero me contuve. En lugar de eso lo tomé con mi mano derecha del collar de vinilo negro con su nombre que Katja le había puesto y lo encerré en el baño. Él se dejó llevar mansito, pero a los pocos minutos estaba nuevamente conmigo. Estaba claro que quería ser mi pesadilla.
La habitación necesitaba un poco de orden, es cierto. Katja nunca fue la mujer más prolija que conocí, pero en esta ocasión era demasiado. Fui al lavadero y busqué elementos de limpieza. Encontré todo lo que hacía falta, Katja era disciplinada con ese tipo de cosas. Así que simplemente me agaché y me puse a limpiar.
Katja era divina. Nuestra relación ya llevaba un par de años, y por mi parte no hacía más que afianzarse. Jamás la visitaba con las manos vacías. Depende el humor del día podía llevarle champagne, o un muñeco de peluche, o chocolates (que le encantaban, pero le producían tal culpa que me puteaba mientras se los devoraba). Era una muñeca, la mujer de mis sueños. Veinticinco años, piel tersa apenas bronceada, cabello rubio largo y sedoso. Su sonrisa iluminaba cualquier ambiente y sus tetas daban para quedarse el resto de la vida durmiendo entre ellas. Tenía un culo espectacular y generoso, y la vagina más bella que jamás haya visto. Y esos ojos, verdes y profundos como los de su gato.
Mi vida es sencilla y rutinaria. Tengo un trabajo aburrido que me insume muchas horas. No gano mal pero tampoco excesivamente bien. Mis padres me dejaron una casa modesta pero bien ubicada. No tengo demasiados gastos fijos ni preocupaciones. Mi único vicio es Katja. No ha pasado una semana sin que la visite desde mi divorcio. La tercera parte de lo que gano se lo destino a ella. Se lo merece, es magnífica. Con ella tengo una buena charla, siempre, el mejor sexo que he probado y una dulzura y una simpatía que la convertían en la muchacha más deliciosa que ha pasado por mi vida. Un servicio con Katja me llenaba más que cualquier relación con una "novia". Por eso sentí que me traicionaba cuando me dijo que se iba a retirar.
-¡Voy a dedicarme a la profesión para la que me preparé! –me dijo con una sonrisa en los labios- Hacer esto me encanta, pero mi tiempo ya pasó. Ahora todo el mundo me va a conocer como la Licenciada Moreno, ¿qué tal?
-Podés ser la Licenciada Moreno sin que dejemos de vernos…
-Ay, amor… sabés que eso no es cierto… no es compatible ser Licenciada en Sistemas y hacer lo que hago… Ya vas a encontrar otra chica mejor que yo…
-¡No quiero otra mejor que vos! ¡No quiero una puta barata que me chupe la pija por un par de mangos! ¡Yo te quiero a vos!
-Bebé… no me podés tener más ya… dale, aprovechemos nuestra última noche. Vení con mami.
En todo el tiempo que estuvimos juntos le llevé muchos regalos. Uno de los que más le había gustado era una estatuilla de bronce que representaba a una mujer alada sin cabeza y sin brazos. Ella la llamaba la Victoria de Samotracia. Creo que ni siquiera llegó a darse cuenta de cuando le golpeé la sien con ella. Fue en un solo movimiento, rápido e incontenible. Apenas lo entendí cuando vi su cuerpo en el suelo y la sangre que empezaba a manar de su cabeza. Primero traté de limpiar la mancha de sangre, pero pronto me di cuenta de que no tenía demasiado sentido con el cadáver ahí, tirado en el suelo. Entonces me dediqué a borrar cuidadosamente mis huellas de la habitación. Empecé por la estatuilla, por supuesto, pero luego me ocupé de botellas, vasos, espejos, picaportes, todos aquellos lugares donde había apoyado los dedos. En un par de horas el lugar estaba impecable y sin restos de mi presencia. Antes de irme le hice una última caricia a Poe en el lomo.
Sé que hice mi trabajo de limpieza a conciencia, pero los forenses encontraron mis huellas y restos de su sangre en el collar de Poe de cuando lo llevé al baño.
Finalmente, el gato de mierda me mandó en cana.
Cuando salga me compro un perro.

martes, 6 de octubre de 2009

Linepithema humile


Siempre fuimos tan soberbios.

Los hechos se dieron más o menos de este modo. A fines del XIX Argentina estaba pasando por un cierto período de esplendor que le permitía exportar materias primas a todo el mundo. La mayoría de esas exportaciones se hacían por barcos que salían de Buenos Aires y llegaban a distintos puertos en todas partes del mundo. En muchos de esos barcos viajaron algunos polizones casi invisibles: hormigas. Y no sólo hormigas comunes, obreras estériles que morirían al llegar a tierra, no: también viajaron reinas fertilizadas dispuestas a fundar nuevas colonias.

Pero estas hormiguitas viajeras tenían una particularidad: en Argentina, su tierra, tendían a luchar ferozmente entre miembros de distintas colonias. Bastaba con poner juntas a dos hormigas de dos barrios cercanos para ver cómo se atacaban a mordiscones y se arrojaban sustancias tóxicas, en una lucha sin tregua hasta que una de las dos moría. En el extranjero, sin embargo, conocieron el cooperativismo. Tal vez al encontrarse en un ambiente extraño y hostil, las distintas colonias de hormigas argentinas establecieron una política de mutua ayuda, y así fueron creciendo en número y expandiéndose. Su instintiva agresividad fue canalizada hacia las especies locales, generalmente muy superiores en tamaño pero impotentes ante el número cada vez mayor que tenían las invasoras. Lenta y silenciosamente fueron creando su imperio. En lugar de crear nuevas colonias independientes unas de las otras como todas las demás hormigas, éstas fueron formando megacolonias comunicadas entre sí, construyendo monstruosos hormigueros de miles de kilómetros de extensión. Para comienzos del XXI toda la costa oeste de Estados Unidos, Italia, España, Portugal, Francia, Suiza, Hawai, Australia y Nueva Zelanda habían pasado a formar parte de su dominio, exterminando o desplazando a sus rivales autóctonas y alterando los respectivos ecosistemas.

Si bien ya para finales del XX estaban consideradas como plaga, fue la extinción de la lagartija cornuda costera de California la primera señal importante de alarma. Esta lagartija se alimentaban de hormigas nativas, 10 veces más grandes que las argentinas, pero a esta altura notablemente inferiores en número. En su afán expansionista las invasoras eliminaron a sus rivales y dejaron sin alimento a los reptiles, que se negaban a comer a las nuevas habitantes debido a su sabor amargo y desagradable.

Poco a poco las hormigas sudamericanas iban tomando el mundo, formando más colonias y eliminando a más especies. Los esfuerzos por exterminarlas, fumigando amplias zonas con insecticidas varios, resultaban inútiles. Dejó de ser un asunto de los entomólogos cuando se dieron cuenta de que habían alcanzado un número que les permitía desafiar no sólo a sus pares sino a otras especies más grandes. El 7 de agosto de 2006 a las tres de la mañana los habitantes de Waco, Texas, fueron atacados por un ejército de cientos de miles de millones de hormigas. Su ínfimo tamaño y su enorme cantidad constituían su gran fuerza. Podían escurrirse hasta por lo huecos más pequeños de los edificios y eliminar a sus ocupantes no sólo a mordiscones, sino también provocándoles la muerte por asfixia al penetrar en grandes cantidades por todos los orificios del cuerpo de los pobladores. La victoria fue aplastante. Waco quedó en poder de los insectos, y ni siquiera el poderoso ejército americano pudo hacer nada. Uno a uno fueron tomando pequeños pueblos, y luego pequeñas ciudades. Como si tuvieran algún sistema de comunicación intercontinental el 1º de enero del 2007 la isla de Ibiza, en España, cayó en manos del diminuto Imperio.

Fue entonces que Argentina se convirtió en la Tierra Prometida. A alguien se le ocurrió que los argentinos habían convivido cinco siglos con sus hormigas sin problemas, y que allí sería un lugar seguro. Y por un tiempo lo fue. A medida que el mundo iba cayendo bajo la dominación de las hormigas la Patagonia Argentina, hasta entonces despoblada, se fue llenando de nuevos pueblos y ciudades adonde llegaban exiliados de todo el mundo. Mientras tanto las Naciones Unidas, con Estados Unidos a la cabeza, se habían convertido en un organismo militar decidido a exterminar a las hormigas de la faz de la tierra. Pero esto no resultaba fácil. Habían vivido millones de años más que nosotros en este planeta, y eran resistentes incluso a la radiación atómica. Podían meterse por donde querían y no había forma de eliminarlas destruir el lugar donde se hubiesen asentado, ya fuese un pueblo o una gran ciudad como Washington, que con todo su poderío cedió el 4 de julio de 2007 ante la cantidad abrumadora del invasor. Al escuchar la noticia de la evacuación del Pentágono, el mundo comprendió que una época había terminado.

Lo que siguió fue casi un trámite. El modus operandi de las hormigas era prácticamente el mismo en todas las ocasiones: atacaban a la madrugada, cuando las ciudades estaban más indefensas. En pocas horas terminaban con la población. Los que podían, huían, los que no, morían. Las invasoras sabían lo que querían: ni perros, ni gatos, ni demás animales eran atacados. De esta manera fueron cayendo New York, París, Londres, Tokio, Beijing, Hong Kong, Sydney. Oceanía fue el primer continente completo en ser desalojado de vida humana a principios de 2010. Luego le siguió África. El otrora poderoso Estados Unidos fue el país más golpeado de América: sólo algunos poblados ubicados más al norte, en el estado de Maine, sobrevivían para fines de 2011. En 2012 ya habían caído Europa y Asia. Sólo restaba América del Sur.

Todo el terror que se había apoderado del mundo a partir de 2007 apenas se había sentido al sur del Ecuador. Brasil, Venezuela, Chile y especialmente Argentina vivieron su momento de mayor esplendor al recibir a los refugiados de todo el mundo. Pero cuando el problema mundial se tornó incontrolable la economía de estos países no pudo resistir la gran demanda de alimento. Entonces llegaron ellas.

Hasta 2012 las hormigas habían respetado a sus pares de América del Sur, quizás por una suerte de cosanguineidad que les impedía volverse contra sus ancestros. Pero con la guerra casi ganada sólo restaba conquistar esa parte del mundo para exterminar esa plaga llamada ser humano y volver al orden natural tan añorado. Durante los primeros meses del año las batallas entre las que venían del norte y las que nunca se habían ido del sur eran interminables. Pero a mediados de mayo las hormigas desaparecieron de Sudamérica. Era imposible encontrar una sola por ningún lado. Algunos optimistas creyeron que finalmente se habían exterminado entre ellas y festejaron. Pero no: estaban firmando un acuerdo. El 16 de junio de 2012 a las 03:45 hora de Argentina atacaron cada hogar, cada edificio, cada persona que encontraron desde el Amazonas hasta Tierra del Fuego.

Desde mediados del Siglo XX estábamos convencidos de que nosotros mismos provocaríamos “el fin del mundo”, mediante guerras nucleares, destruyendo el medio ambiente o asesinados por nuestras propias máquinas. Hoy sobrevivimos 63 familias en la Antártida, refugiados en la Base Comodoro Marambio con comida para un año y medio y sin posibilidad de reabastecernos, ya que pisar el continente significa una muerte segura e inmediata. Esperamos indefensos nuestra propia extinción.

Siempre fuimos tan soberbios.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Borrador

El argumento central de la obra que estoy proyectando escribir es acerca de una invasión de seres llegados de otro mundo en extrañas naves. En principio establecerían un contacto pretendidamente pacífico y tratarían de impresionarnos con su tecnología avanzada y sus novedosas armas. Luego serían reveladas sus verdaderas intenciones. Desarmarían nuestra estructura política mediante el secuestro y asesinato de nuestros líderes y con su poderío militar arrasarían a nuestras fuerzas. Lo siguiente sería esclavizarnos y obligarnos a extraer nuestros recursos naturales, los cuales serían enviados a su mundo en una transacción unilateral en la cual nosotros sólo obtendríamos humillación y sufrimiento. Nuestras vidas no valdrían nada para ellos, y de esa manera nos aplastarían como a cucarachas, y nos masacrarían sin piedad. Nosotros perderíamos nuestra voluntad de reproducirnos y de a poco nos iríamos extinguiendo mientras ellos se adueñan de nuestro mundo. Así llegaría el final del Gran Imperio Azteca.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

La Cosecha


Debo reconocer que yo también subestimé a Fede. La última vez que lo vi me dejó una llave.
-Necesito que me la cuides. Sirve para abrir un locker en la estación de Once.
-¿Y para qué me la das?
-Espero que sea pura paranoia.
No lo era. Eso fue un viernes. El miércoles siguiente apareció flotando en el Río Paraguay. Ese mismo día me fui a Once a abrir el locker. En su interior había un bolso de tela de avión con un cartel escrito con fibrón en una hoja A4 que decía “Todo lo que necesitás para una carrera exitosa”.
Fede era el cadete del diario. Veintidós años, novia, siempre supimos que quería ser periodista, pero nadie lo tomaba en serio. Durante los últimos meses nos decía que estaba haciendo una investigación en su tiempo libre que cuando la viéramos nos íbamos a caer de culo. En el bolso estaban los resultados de esa investigación.
Durante este tiempo Fede estuvo viajando dos veces por mes a Formosa. La investigación era muy prolija, con mucho trabajo de campo, grabaciones, videos, fotos y documentación de diversos tipos. Estaba centrada en un político y empresario muy importante, oriundo de la zona, pero cuya influencia estaba proyectada a nivel nacional. Este sujeto tiene por igual detractores y partidarios, pero la investigación de Fede no se centraba en su actividad pública ni privada, sino en la íntima y personal.
Al parecer, en Clorinda, provincia de Formosa, la venta de bebés es una parte más de la economía local. De hecho hay mujeres que se ganan la vida quedando embarazadas para luego vender sus hijos a precio dólar o euro. El precio de las criaturas depende de sus características, pero rara vez baja de las cinco cifras.
Aparentemente este hombre tenía importantes intereses puestos en la venta de bebés, además de muchos otros negocios ilegales, relacionados en su mayor parte con el contrabando, desde cd’s o electrodomésticos hasta drogas y armas, además de inmigrantes y prostitutas, por supuesto. Sin embargo, y a pesar de que esta información era suficiente para comprometer seriamente la imagen del sujeto en cuestión, el núcleo de la investigación pasaba por otro lado, y resultaba ser terrorífico.
Desde hace al menos 20 años, mes por medio aproximadamente, este hombre adquiere para sí una niña de no más de tres meses de edad. Algunas de ellas incluso serían sus hijas biológicas al parecer. A partir de entonces las aloja en una casona en las afueras de la ciudad, custodiadas por dos mujeres de su más extrema confianza. Las mujeres dan a las niñas todo lo que necesitan para su supervivencia, pero no más que eso. Las niñas están bien alimentadas, pero no reciben ningún tipo de educación. Jamás aprenden a hablar ni tienen ningún tipo de contacto con el mundo. Pasan toda su vida encerradas en celdas individuales de no más de cuatro metros cuadrados donde hay una cama y una letrina para cada una. No usan ropa, pero el ambiente está climatizado y tienen mantas y cobijas para cubrirse. Dos veces por semana sus carceleras las bañan, les cortan las uñas y las higienizan. Para evitar actos de rebelión las mantienen permanentemente sedadas con distintas drogas. Si se enferman procuran curarlas, pero de no ser posible las sacrifican. Así las niñas crecen en estado casi salvaje hasta llegar a la pubertad. Cuando les llega la menarca y su cuerpo comienza a desarrollarse y empiezan a sentir las primeras necesidades sexuales, reciben una visita de su dueño. En general durante un fin de semana. Este se las lleva a su dormitorio en la última planta de la casona y luego las viola, tortura y asesina salvajemente, improvisando siempre algún nuevo método para lograr el sufrimiento de sus víctimas. Luego el cuerpo es entregado al cementerio local, donde es discretamente cremado.
Según Fede, en el bolso estaba “todo lo que necesitás para una carrera exitosa”, pero se equivocaba.
Para tener una carrera exitosa, lo primero que hace falta es conservar la vida. La información que Fede había reunido le había costado la suya, y podía llegar a costarme la mía.
Fue una verdadera pena ver cómo el fuego consumía el resultado de una investigación semejante.

martes, 22 de septiembre de 2009

Tópicos










El cuerpo de Lord Dambry estaba tirado en el medio de la sala de estar. Todos los invitados observaban con la boca abierta. La noche estaba cayendo sobre el delta, y la tormenta hacía rato que había dejado anegada la mansión de Lady Rockwell. Nadie podría entrar o salir de la isla privada hasta que las aguas no bajaran.

El Inspector Lancaster reunió alrededor de la mesa del comedor principal a todos los presentes. Él había sido invitado personalmente por Lady Rockwell para la presentación en sociedad de su libro de sonetos. Era un secreto a voces que Lord Dambry y Lady Rockwell eran amantes, de manera que Lord Rockwell era el principal sospechoso a investigar por Lancaster. Sin embargo, Rockwell recordó a los presentes que Lancaster era un conocido ludópata, y que mantenía con Dambry severas deudas de juego, lo que inmediatamente lo convertía a él mismo en sospechoso. El dueño de casa no pudo seguir elaborando su teoría porque una súbita descompostura lo llevó a vomitar sobre la mesa valuada en £20.000. Un minuto después Lord Rockwell estaba muerto.

El doctor O’Shaugnessy fue terminante. Lord Rockwell había sido envenenado. Los dedos de los siete comensales que aún vivían apuntaron al Inspector Lancaster. Todos excepto Lady Rockwell. La dama, aún conmocionada por haber perdido a sus dos hombres en la misma noche, declaró que le constaba que Lancaster era un caballero que se hacía cargo de sus deudas y que el dinero que le debía a Dambry había sido correspondientemente saldado más de un mes atrás, por lo que Lancaster no tenía motivos para cometer el crimen. Para esto las ocho personas se habían movido hacia el salón principal, donde la gran araña de cristal cedió y cayó sobre las cabezas de Lord Pyrus y su joven hija Amanda. Tanto la dueña de casa como el Inspector estaban consternados, ya que ahora era evidente que estaban siendo asesinados uno por uno, y aún no tenían idea de quién era el responsable de esas muertes.

Esto quedó confirmado cuando Sir Arthur Row decidió ir al toilette para enjugarse la transpiración. Unos momentos después Lady Rockwell lo echó de menos y junto con el Inspector Lancaster decidieron ir a buscarlo, para encontrarlo horriblemente atravesado por una ballesta en el despacho de Lord Rockwell.

Por supuesto, la pregunta automática fue cuál había sido el motivo para que Row entrata furtivamente en el despacho de Rockwell. Lady Row se encargó de responderla. Su esposo tenía serias deudas con Lord Dambry y con el dueño de casa, provenientes de negocios que ella no alcanzaba a comprender. Si determinados documentos veían la luz era inevitable que lo acusaran de sospechoso. Ahora cualquier duda ha quedado despejada, dijo Lady Row segundos antes de que un alacrán la picara en su pierna derecha. Lancaster alcanzó a pisarlo antes de que atacara a alguien más, pero para ese momento Lady Row ya había fallecido en los brazos del doctor O’Shaugnessy. En ese momento Lady McIntyre sufrió un ataque de histeria y se arrojó por la ventana del despacho. Su cuerpo chocó contra el capitolio de la mansión antes de caer sobre las rejas con punta de lanza.

Nuevamente el Dr. O’Shaugnessy hizo recaer sus sospechas sobre el Inspector Lancaster. Lady Rockwell trató de interceder entre ambos caballeros cuando se cortó la luz de la residencia. Al volver, el cuerpo de la anfitriona yacía entre ambos. O’Shagnessy extrajo un arma de entre sus ropas, pero Lancaster fue más rápido y alcanzó a disparar primero. Una vez que comprobó el deceso del médico, Lancaster guardó su pistola. Entonces, con el camino libre, efectué un solo disparo que le voló la cabeza.

Nunca más volverán a ignorar la presencia del mayordomo estos ricachones.

miércoles, 15 de abril de 2009

La Posada de Rochelle






El año del Señor 1234 corría agitado. La persecución de los albigenses dio como resultado secundario la creación de la Santa Inquisición, y los caminos de Francia estaban atestados de viajeros que iba de aquí para allá, muchas veces huyendo del fuego sagrado, y a veces incluso persiguiendo en su nombre. A mitad de jornada entre Guines y Poitiers estaba la Posada de Rochelle. Hubo épocas en que el negocio no anduvo bien, pero desde hacía varios años que por las noches siempre estaba llena. Los clientes solían ser lugareños (que muchas veces comerciaban con Rochelle y allí mismo gastaban sus ganancias), prostitutas, y nunca menos de una decena de forasteros que recalaba en la posada en busca de comida, alcohol, una cama mullida y una mujer que lo acompañe en ella. Estos forasteros eran de la más variada índole. Había fugitivos, campesinos, caballeros, soldados, eclesiásticos e incluso cada tanto algún que otro noble.

Y sobre todos ellos, la siempre presente figura de Rochelle.

Digamos la verdad, Rochelle era una mujer hermosa. Su piel era blanca, sus ojos verdes tenían la profundidad del bosque, sus pechos, grandes y generosos, amenazaban desbocarse por los escotes que Rochelle usaba y apenas los contenían, su boca de labios gruesos y tentadores, sus caderas macizas, su culo parado, su cabellera café llena de rulos, eran un imán para los hombres ávidos de carne que noche a noche querían poseerla.

Y cada noche Rochelle elegía a uno.

Ella también estaba ávida de carne.

Nunca lugareños, nunca conocidos, cada noche Rochelle escogía un caminante, siempre el más apuesto, el más varonil, el más apetitoso y se lo llevaba a sus aposentos. A veces el caminante le decía que no tenía dinero. “A Rochelle no le importa tu dinero” era la respuesta invariable. Rochelle disfrutaba del sexo de manera irrefrenable, y cada hombre que había conocido su cuerpo se sorprendía de la manera en que ella sabía manejarlo. Sus presas entendían que no iban a tener oportunidad de repetir semejante pasión.

Rochelle había aprendido a lo largo de los años a gozar de su cuerpo y hacer gozar a su ocasional compañero. Conocía a la perfección el arte de complacer. Sus gruesos labios parecían diseñados para rodear, besar y saborear cada centímetro del cuerpo de su amante, incluso esos centímetros que luego con fruición se hundiría en su cuerpo, una y otra vez, por cada uno de sus huecos. Le encantaba dar suaves mordiscos al miembro viril de sus hombres, a ellos los volvía locos y ella probaba de esa manera su sabor. La mejor de las rameras que frecuentaban la posada era una aficionada en comparación con Rochelle. Porque Rochelle lo disfrutaba, sentía el placer estremecer su piel y sus órganos, y gemía, y acababa una y otra vez y lo disfrutaba, y necesitaba más y más. Pero no solo sexo era lo que tomaba de sus amantes.

De madrugada, cuando los hombres que habían tomado su cuerpo sucumbían al influjo del sueño y de la cerveza, Rochelle tomaba de bajo su cama el cuchillo que su padre utilizaba para sacrificar cerdos, y se lo clavaba a su amante a la altura del corazón, rápido y sin dolor ni escándalos. Luego drenaba la sangre hacia un cubo y una vez seco con oficio de carnicero procedía a carnear el cuerpo y separar sus partes aprovechables. Cada tanto probaba la carne cruda, pero sabía que cocida el sabor resaltaba mucho más. Los guisos de carne de Rochelle eran famosos en la región, y ella estaba orgullosa. Procuraba utilizar toda la carne en el día, de manera de no necesitar salarla ni arriesgarse a que se eche a perder. Seguía los pasos de su abuela, reconocida cocinera famosa en todo el sur de Francia. Rochelle conocía el punto exacto de cocción y los condimentos que realzaban el sabor de cada músculo, de cada víscera, de cada miembro. El pene y los testículos se los reservaba para ella en la soledad del almuerzo, junto con los ojos (que aún conservaban su imagen) y el corazón (que había galopado por ella su última carrera). Pero el resto solía compartirlo generosamente con el resto de los pasajeros, que ni se imaginaban que su bocado de hoy era su compañero de juerga de anoche. Luego ella tiraba todo aquello que no se podía comer al pozo que tenía bajo el sótano y listo. Todo excepto la cabeza. Preparaba en un frasco una mezcla de salmuera y vinagre y allí conservaba cada cabeza, en un armario destinado a tal efecto. Así había hecho con su padre, ese hijo de puta de Jean-Luc, borracho perdido que se cansó de violarla durante más de veinte años, hasta que ella presa del odio arrancó de un mordisco su pene y luego, ya cebada, lo invitó a formar parte de su primer guiso. Así con sus tres pequeños hijos recién nacidos, que ni siquiera nombre habían llegado a tener. Así con todos los hombres que habían osado conocer el interior de su cuerpo.

Ah Rochelle, cuánto más hubieses seguido con tu cruzada culinaria de no haber hallado el manjar erróneo. Por supuesto, él debería haberte dicho que era el nuevo obispo de Poitiers. Y a los soldados no les gustó encontrar su cabeza entre otras 390 mientras hurgaban en tu sótano.

Pobre Rochelle. Tuvo tiempo de pensar en qué sabor tomaría su carne asada mientras el verdugo encendía la pira de la Inquisición.









martes, 7 de abril de 2009

Doppelgänger




A usted le hablo mi querido amigo. Nos conocemos bien, hemos compartido horas de charlas, nos prodigamos mutuo respeto y admiración, y sin embargo nos odiamos tan intensamente…

Recuerdo la primera vez que cruzamos palabra. Sí, la recuerdo, porque la memoria es sabia y guarda los momentos claves, al tiempo que descarta las trivialidades, y sabe como reconocerlas. Es así que mi primer encuentro con usted no se ha perdido.

Es increíble que haya pasado tanto tiempo. Su madre y la mía se habían hecho amigas, y así nuestra amistad fue casi obligatoria. Aquel primer día de salita de tres no fue lo más agradable, Alguien me puso el pie mientras corría y mi nariz fue a dar contra las baldosas del patio. Por supuesto que se que aquella pierna era suya, y usted también lo recuerda. Nunca en todos estos años hubo necesidad de traerlo al caso, pero quiero que sepa que está ahí, no se borra. Recuerdo su casa, divina, impecable, llena de habitaciones, con un inmenso hogar coronando el living y una hermosa pileta coronando el parque. Recuerdo la mía, mucho más humilde por supuesto, y sus filosas palabras que ya de chico me preguntaban cómo es que podía vivir así.

También viene a mi memoria la Señorita Clara, y luego la Señorita Graciela, la Señorita Alejandrina y la Señorita Ethel. Todas ellas lo vieron, pero todas se declararon incompetentes ante lo que no sabían manejar. Los dos éramos brillantes, nuestras calificaciones y nuestros promedios eran los mejores de la escuela, y era la nuestra una sorda competencia por ser cada uno mejor que el otro. Sin embargo, jamás conseguimos sacarnos ni un poco de ventaja. No eran iguales nuestras respuestas en los exámenes, no eran iguales nuestras soluciones a los problemas, ambos demostrábamos una inventiva única, y sin embargo nuestras calificaciones eran las mismas, nuestros boletines eran calcados, y nadie podía acusarnos de copiarnos porque todos sabían que éramos únicos e incomparables.

Nuestros caminos se separaron al llegar a la secundaria, recordará, amigo, tal vez debido a que ninguno de nosotros soportaba ya esa presencia que acompañaba y ensombrecía el propio brillo. ¿Pero se separaron realmente? No tardamos en vernos frecuentando las mismas fiestas, los mismos lugares, compitiendo por las mismas mujeres, a cual más hermosa, rivalizando en popularidad, sabiéndonos ambos encantadores, y aunque no había hombre ni mujer que se resistiera a nuestro carisma y personalidad, evitando siempre la confrontación directa de organizar una reunión social por miedo a que el brillo del otro opaque nuestra estrella.

El tiempo nos convirtió en excelentes RRPP. Los dos teníamos una agenda llena de teléfonos y direcciones que implicaban la apertura de buena cantidad de puertas, y si bien nunca las comparamos, jamás pude entender cómo aquellos contactos que más me costaba lograr podían formar parte de su red también.

En el momento de entrar a la facultad pensé en usted, por supuesto que lo hice. Hacía rato que no sabía de usted más que por referencias, y debía encontrar algo que lo alejara de mi camino. Grande fue mi sorpresa al saber ya en cuarto año de mi carrera que usted andaba por caminos similares, y que pronto ambos seríamos comunicadores sociales egresados de diferentes universidades.

No fue eso obstáculo para apuntar siempre a la excelencia por supuesto. Logré siempre las mejores relaciones, y aún no había obtenido mi título cuando comencé a escribir en una publicación de primer nivel. Mi capacidad de productor periodístico era objeto de admiración, y no tardé mucho en tener la oportunidad de publicar con mi firma mis propios reportajes. Grande fue mi sorpresa cuando al ver mi primer gran entrevista con mi nombre en letras de molde, descubrí que en la misma fecha usted había conseguido lo mismo en la más prestigiosa de nuestras competidoras. A la distancia su sombra continuaba cayendo sobre mí.

Creo que estará de acuerdo conmigo en que el cenit de nuestro paralelismo vino de la mano de Marta y Eugenia. Marta, mi hermosa Marta, la criatura más divina que haya pisado la Tierra. Bella, inteligente, talentosa, dueña de un carácter portentoso y una suavidad sobrecogedora. Enorme fue mi sorpresa cuando en un restaurant me presentó a su hermana gemela Eugenia, igual de encantadora que ella, quien se presentó con usted llevándola del brazo. Increíbles e inmanejables los designios del destino mi amigo, lo cierto es que el evento social que debió tenerme a mí y a mi esposa como protagonistas absolutos, lo tuve que compartir con usted bajo el formato de una boda doble. Noté en sus ojos la misma incomodidad que debió existir en los míos. Y quizás lo peor fue no poder hallar un solo invitado que acudiera a una sola de las bodas, todos eran comunes de nuestras agendas o de nuestras respectivas esposas.

A partir de entonces vivimos en una suerte de espionaje consensuado. Yo sabía de usted a través de mi esposa y usted de mí a través de la suya. Varias veces me ganó de mano al momento de conseguir un reportaje, y fueron otras tantas las que conseguí ganarle yo. Jamás una pizca de ventaja asomaba de ninguno de los dos lados, y llegamos al mismo tiempo a la radio, a los diarios y a la televisión.

El nacimiento de nuestros hijos en la misma fecha producto de sendas cesáreas programadas ya no resultó sorpresa. Creo que ambos sabíamos para esa altura que un cordón invisible ataba la vida de uno con la del otro. Marta y Eugenia lo sabían, y creo aunque nada me lo confirma que a su tiempo fueron mujeres de cada uno de nosotros. Y por supuesto, la trágica muerte de ambas mientras visitaban el World Trade Center no hizo otra cosa que ratificar la odiosa conexión entre nuestros destinos.

A partir de ese momento nuestra competencia se exacerbó, y dejamos de fingir ante el mundo una pacífica convivencia. Nuestras palabras cruzaban de su diario al mío, de su programa a mí programa, y más de una vez me sorprendí modificando mi discurso con el objeto de evitar un acuerdo parcial con usted. Los ofrecimientos políticos no tardaron en llegar, y es así que luego de un importante camino nos encontramos compitiendo por la Jefatura de Gobierno de la ciudad más importante del país.

No lo tome a mal, mi amigo, pero sabemos que sólo uno de nosotros puede ganar esta competencia.

No puedo permitir que gane, pero tampoco puedo permitir que pierda.

Que la tragedia finalmente cierre nuestro círculo diabólico, usted sabe que las cosas en definitiva deben ser así.

Hoy moriremos juntos así como juntos nos hicimos.

Adiós amigo, la Historia nos juzgará.

Life is a Piece of Sheet

EL 90% de nosotros somos mercenarios. Vendemos nuestros servicios al mejor postor sin mayor fin que la obtención de dinero. Los usos que pensamos darle a ese dinero pueden ser loables, indispensables, incluso grandiosos. Pero es el dinero el que los mueve. El mismo dinero que sirve para comprar la leche que va en la mamadera de tu hijo paga la cocaina del adicto. Billetes con la cara de Mitre, San Martín, Belgrano, Rosas, Sarmiento o Roca. Y ojo que hablo de billetes, y no de gruesas monedas que parecen desaparecidas del planeta. Por cierto, estoy cansado de tener que comprarme un paquete de puchos con $5 o caramelos de menta con $2 para poder conseguir una miserable moneda que me lleve en colectivo.

Pero es así. Las aspiraciones personales, los gustos, las ganas, las motivaciones, y por sobre todo la vocación la mayoría de las veces quedan sepultados bajo esa necesidad imperiosa por el dinero. Y así el potencial artista brillante, el músico, el escritor, el idealista, suelen morir asfixiados por la corbata del administrativo, aplastados por el casco del obrero o enjaulados detrás del mostrador de McDonald's.

Life is a Piece Of Sheet's Fan Box