miércoles, 16 de junio de 2010

60 minutos más


Sobre el tablero la ilustración iba tomando forma. El cierre de la edición dominical se le venía encima y él trabajaba contrarreloj con pluma, pincel y aerógrafo.
Entonces sonó el teléfono.
-Hola, mi amor, ¿Qué estabas haciendo?
El reloj marcaba las once en punto de la noche.
-Estoy terminando la ilustración para el diario de mañana, cielo.
-Ah, ok. Yo acabo de llegar a la estación de tren. Te iba a decir que me pases a buscar, pero terminá con eso, nomás, que yo voy caminando.
-¿Estás segura?
-Pero sí, si son nada más que ocho cuadras y por avenida. No te preocupes que no me va a pasar nada. Nos vemos en un ratito. Besos.
Él volvió a su tablero. Las líneas iban tomando cuerpo, volumen, profundidad y color. Un rato después el dibujo estaba listo. Sólo hacía falta mandarlo por mail al diario.
Por cierto, ella ya debería haber llegado.
No faltaba demasiado para medianoche.
Sonó el timbre. ¿Habría perdido la llave? Él fue a abrir.
En la puerta estaba ella con dos hombres. Eran jóvenes y parecían drogados. Uno de ellos la sostenía con una mano y con la otra le apoyaba una .22 en la yugular.
-¡Pero qué casita, papá! –dijo el otro- Ves, es por eso que nunca di el cambio de domicilio. No sabés quién te puede aparecer por tu casa.
El del arma la soltó a ella y la empujó contra él. El otro empezó a revisar los muebles.
-Me juego que acá debés tener unas cuantas cosas que se pueden vender muy bien…
-Llevate lo que quieras, pero déjanos en paz –dijo él.
-Sí, esa es la idea en realidad. No nos gustan los testigos. Matalos, mudo. Medianoche es un buen horario para morirse, ¿no te parece?
El mudo le disparó primero a ella. Él vio la sangre en su cabeza y su cuerpo que se desplomaba. Entonces miró al mudo y alcanzó a escuchar el disparo y ver el fogonazo y el proyectil que partía directo rumbo a sus ojos y los cerró para no ver.
Entonces sonó el teléfono. No había señal de ella ni de los ladrones. Atendió.
-Hola, mi amor, ¿Qué estabas haciendo?
El reloj marcaba las once en punto de la noche. Sobre el tablero estaba su dibujo a medio terminar.
-Nada, en realidad, cielo. ¿Ya llegaste a la estación?
-Sí, estoy acá. ¿Me pasás a buscar?
-Claro, en dos minutos estoy ahí.
Él salió a la calle y miró para ambos lados. No entendía, pero tampoco quería encontrarse de nuevo con el mudo y su amigo. El auto estaba en la vereda. Sin perder tiempo él se subió y partió hacia la estación. Ella estaba ahí esperándolo.
-¡Qué rápido hiciste!
-Tenía ganas de verte.
Ella subió al auto. Luego de hacer cien metros él vio parados en la vereda a los dos bandidos esperando una víctima. No serían ellos, esta vez. Para distenderse prendió la radio.
-…y recuerden que a medianoche tendremos que atrasar los relojes una hora, y de esa manera recuperar esos sesenta minutos fatídicos que nos robaron en diciembre por el bendito horario de verano…
Llegaron. Una vez en la seguridad de su hogar a él ya no le importó el dibujo, ni el diario, ni el cambio de hora ni la concha del pato. Lo único importante es que ella estaba con vida, y con él. Comenzó a besarla, primero con cariño, luego con amor, finalmente con pasión.
-Mmm querido, ¡cómo estamos!
Hicieron el amor en la sala. Se arrancaron la ropa desprolijamente y se tumbaron en el sofá. Se dieron placer de diversas maneras durante más de media hora, hasta acabar juntos en un común estallido.
-Bueno, se ve que te sentías solito –dijo ella-. Prendeme un cigarrillo. Voy al baño.
Él tomó el atado de Camel y el encendedor y prendió uno para cada uno. Le dio una seca al suyo, tiró la cabeza hacia atrás y exhaló el humo con satisfacción.
Entonces sonó el teléfono.
-Hola, mi amor, ¿Qué estabas haciendo?
El reloj marcaba las once en punto de la noche.

martes, 8 de junio de 2010

Little Love Story

A los Egresados 1987 del Tomás Guido

Ella entró al aula. Tenía ocho años y era su primer día de clase en tercer grado, su primer día en su nueva escuela. Él la miró e hizo un chiste estúpido cuando la Señorita Clara dijo su nombre. Ella también lo miró. Ninguno de los dos entendió demasiado, porque a los ocho años en esa época las nenas no andaban con los varones, pero se habían mirado, y los dos sintieron que algo pasó.
Fue pasando el tiempo. Ella se fue haciendo popular entre las chicas del grado. Él no, pero ya estaba acostumbrado. No tenían mucha relación entre ellos, pero siempre se cruzaban. Por alguna boludez o por lo que fuera, siempre estaban chocándose o algo así. Él se fue dando cuenta. Empezó a madurar dentro de él algo que estaba seguro se trataba del amor. Tenía once años ya cuando decidió que era tiempo de hacérselo saber. Sin embargo, no tuvo valor para enfrentarla cara a cara. Escribió una carta, la más romántica y sentida que jamás pudo haber escrito. Se la dejó en el pupitre en el primer recreo. Antes de que el recreo terminara ya estaban leyéndola todos sus compañeros y compañeras. La vergüenza lo embargó. Ella la abrió delante de los demás sin imaginarse lo que era, y después se arrepintió, pero ya era tarde. Después, lo único que atinó a hacer fue sumarse a las burlas de sus compañeros.
La historia continuó. En principio ambos fingieron que era una joda, aunque bien sabían que no lo era. Él, vía nota manuscrita, la citó para esa tarde en el Parque Ameghino. Ella, por supuesto, no fue. Comenzó un intercambio de notas en horario de clases que ninguno sabía bien a qué iba, eran simples agresiones sin fundamento, pero al menos estaban en contacto, y eso era lo que importaba. Esto duró hasta que la profesora de dibujo interceptó una y cortó este medio de comunicación. Él pensó que ya fue, que había sido muy bonito pero hasta ahí había llegado. Unos días después recibió una nota de manos del Negro Maidana, alguien que no se podía considerar exactamente como digno de confianza. La nota estaba escrita en rojo y llevaba la firma de ella, aunque no podía asegurar que fuera su letra. Allí decía que ella quería verlo en la puerta de la escuela a a salida, y que estaba todo bien. Él dudó, no le parecía posible que ella hubiera escrito esa nota. A la salida se quedó a treinta metros de la puerta de la escuela, y vio que ella estaba parada como esperando a alguien. No se animó a preguntarle, y perdió la oportunidad.
Sexto grado terminó, y él comenzó séptimo decidido a sacársela de la cabeza. Buscó entre las más lindas de las chicas que se incorporaban al grado y derivó hacia ellas su atracción, pero en el fondo sabía que era mentira y que la única mujer que le había gustado en toda su corta e inexperta vida estaba sentada en la segunda fila de la tercera hilera de pupitres del aula. Hubo un par de contactos a lo largo del año, pero existía un acuerdo tácito de que nada nunca había pasado, y ambos lo mantuvieron. Pasó el viaje de egresados, pasó el final de las clases, y la noche de la fiesta de despedida, cuando la mayoría de los compañeros de tantos años se verían por última vez, los pibes se sentaron en la esquina y mantuvieron una larga y última charla sobre cosas que jamás habían dicho.
-Ella es la más linda –dijo Martín. –Ella y Jessica. Las demás son el resto.
-Es cierto, ella y Jessica son las más lindas –apoyo él, que pensaba que Jessica era linda pero ella lo era mucho más, y si no lo dijo era porque los hechos del año anterior aún eran muy recientes, y no quería traerlos a cuento.
El azar, o quizás el destino hizo que cuando la fiesta se fue apagando y todos se fueron a su casa, los últimos que quedaron allí fueron él, ella y Martín. Ella esperaba que fueran en auto a buscarla, y ellos le hacían la gamba. El tema de la más linda del grado volvió a salir a la luz, y los dos varones afirmaron que era Jessica. Nada más pasó, y cuando llegó el coche ella se despidió con un beso para cada uno. Él notó que nunca antes le había dado un beso.
Las cosas que no se resuelven cuando hay que hacerlo tienden a convertirse en un tormento. Eso lo descubrió él esa misma noche, y las siguientes cuando el recuerdo de ese beso y las incontables oportunidades perdidas le empezó a rondar por la cabeza. Todo el tiempo. No tenía con quien compartir lo que le pasaba, o de quien recibir consejos. Sabía donde vivía ella, y conseguir su teléfono no sería problema, pero no se animaba a llamarla. Creía verla en todos lados, y una vez hasta se la cruzó en un colectivo 25 volviendo de Flores, pero no atinó a hacer nada más que saludarla con la mano. Los años pasaron, y su obsesión se calmó, pero el recuerdo de ella siempre quedaba.
Al cumplir los 22 años, él decidió por fin terminar con esa historia de una buena vez. Tenía su teléfono, pero no se podía comunicar. Fue hasta su casa, pero no la pudo encontrar. Aunque no le gustaba la idea, sólo tenía una forma de comunicarse con ella, la misma que había utilizado hacía once años. Le escribió una carta. Por supuesto que no era tan explosiva ni tan exagerada como la primera, pero para compensar era, aunque simple y moderada, mucho más sincera. No tuvo respuesta. Sólo recibió un llamado en su teléfono, pero nadie contestó cuando él atendió. Para él fue el fin de una etapa. Y como todo fin, dio paso a un nuevo comienzo.
Ella recibió la carta. La tomó de sorpresa, en realidad. Más de una vez había pensado en él, y mas de una vez, hacía años, había atendido llamados sin respuesta en el teléfono. Pero ahora estaba en pareja, y bien, y recibir la carta le movió el piso, y no supo qué hacer. Sin entender por qué, marcó el número que estaba escrito al final del papel. Y cuando escuchó su voz cortó. Había hecho lo mismo que tanto le fastidiaba. Y había comprendido por qué se lo habían hecho a ella.
Pero su relación no duró. Al año siguiente volvió a estar sola, y en medio de esa depresión normal que sigue al final de un amor encontró la cajita donde guardaba todas las cartas y las notas que había recibido desde doce años atrás. ¿Por qué no? se preguntó, y volvió a marcar el número que ya una vez había marcado.
-Hola –contestó una voz.
-Hola –dijo ella.- ¿sos vos? Soy yo
-Hola –siguió él. La voz se oía turbada. –Qué milagro. No puedo creer que seas vos.
-En realidad yo tampoco. ¿Qué tal si nos encontramos y charlamos un rato sobre todo lo que pasó durante estos años?
-Ehh... bárbaro. Cuando quieras. Supongo que tengo unas cuantas cosas para contarte.
-¿Te parece si te llamo en la semana y arreglamos bien?
-Cuando quieras te dije. Pasó mucho agua bajo el puente, pero me gustaría verte.
-Bueno, te llamo entonces. Un beso.
-Chau.
La conversación le cambió el dia. Fue a trabajar con otro humor, fue a estudiar con otro humor, la vida se le hizo un poco más liviana. Dos días después lo volvió a llamar. Esta vez atendió una voz de mujer. Ella preguntó por él.
-No, mirá –contestó la voz-, él no volvió del trabajo todavía. ¿Querés que le diga algo?
-Sólo que lo llamé. ¿Usted es la mamá?
-No...-la voz dudó- soy la esposa.
-Gracias.
El mundo se le vino encima. Todo lo bien que se había sentido después de hablar con él ahora se le había dado vuelta. Al poco tiempo recibió una nueva carta donde él le explicaba que en ese año él se enamoró y se casó, que ya no podía esperarla, que lo lamentaba por lo que pudo haber sido, pero que ya no sería.

Nunca se volvieron a ver, hablar o escribir.

viernes, 4 de junio de 2010

Siempre hay uno más

El tipo estaba hablando muy tranquilo por celular en el tren. Estaba sentado del lado de la ventanilla, la cual estaba abierta de par en par. Mientras hablaba se reía despreocupado. Toda su postura era una invitación a robarle. El celular era aparentemente un modelo bastante nuevo. Por el tamaño parecía uno de esos con pantalla táctil. En el dorso se veía una lente de tamaño considerable, así que debía tener una buena cámara también. En Once podía llegar a sacar unos cien mangos por el con un poco de suerte y bastante chamuyo.

Él se acercó con aire casual a la ventanilla. No tenía que levantar sospechas ni ponerlo sobre aviso, pero disponía de muy poco tiempo para hacer lo que tenía que hacer. El plan era sencillo. Se acercaría a un metro del tipo del celular, esperaría que se cerraran las puertas y entonces en un movimiento rápido se lo arrebataría de la mano y saldría corriendo. No era la primera vez que lo hacía. A veces salía bien, y a veces las víctimas lograban meter la mano a tiempo. Era parte del juego.

Sonó el silbato del guarda. Showtime.

Esta vez algo salió mal. Él alcanzó a manotear el celular, pero el tipo fue más rápido. No, no sacó el celular a tiempo. En lugar de eso, con la otra mano lo sujetó de la muñeca. Y no lo soltó.

Él quiso zafarse, pero el del celular no lo dejaba. El tren arrancó. Esa mano que aferraba la suya era como una pinza de fuerza. “¡Soltame!” le decía. “¿Qué hacés? ¡Soltame!” El tipo no contestaba, solamente lo miraba fijo a los ojos. Con la otra mano el trató de soltarse, incluso le tiró un puñetazo, pero la izquierda es boba. Mientras tanto el tren avanzaba por el andén cada vez a mayor velocidad. En cuanto se dio cuenta estaba corriendo junto a él. El tipo del celular seguía mirándolo fijo. El final del andén se venía encima, y con él la reja que daba el corte a la plataforma de un metro y medio de altura por la que estaba corriendo. Justo antes de llevársela puesta, el del celular lo soltó y le dijo unas palabras. Antes de poder procesarlas la reja lo golpeó con fuerza y lo empujó hacia la formación en marcha. Él cayó en el espacio entre vagones. Impávido, vio cómo las ruedas destrozaban sus piernas.

Aún en estado de shock, mientras los paramédicos lo subían a la ambulancia, resonaban en su cabeza una y otra vez las palabras de su verdugo.

Siempre hay uno más loco que vos.

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