martes, 6 de octubre de 2009

Linepithema humile


Siempre fuimos tan soberbios.

Los hechos se dieron más o menos de este modo. A fines del XIX Argentina estaba pasando por un cierto período de esplendor que le permitía exportar materias primas a todo el mundo. La mayoría de esas exportaciones se hacían por barcos que salían de Buenos Aires y llegaban a distintos puertos en todas partes del mundo. En muchos de esos barcos viajaron algunos polizones casi invisibles: hormigas. Y no sólo hormigas comunes, obreras estériles que morirían al llegar a tierra, no: también viajaron reinas fertilizadas dispuestas a fundar nuevas colonias.

Pero estas hormiguitas viajeras tenían una particularidad: en Argentina, su tierra, tendían a luchar ferozmente entre miembros de distintas colonias. Bastaba con poner juntas a dos hormigas de dos barrios cercanos para ver cómo se atacaban a mordiscones y se arrojaban sustancias tóxicas, en una lucha sin tregua hasta que una de las dos moría. En el extranjero, sin embargo, conocieron el cooperativismo. Tal vez al encontrarse en un ambiente extraño y hostil, las distintas colonias de hormigas argentinas establecieron una política de mutua ayuda, y así fueron creciendo en número y expandiéndose. Su instintiva agresividad fue canalizada hacia las especies locales, generalmente muy superiores en tamaño pero impotentes ante el número cada vez mayor que tenían las invasoras. Lenta y silenciosamente fueron creando su imperio. En lugar de crear nuevas colonias independientes unas de las otras como todas las demás hormigas, éstas fueron formando megacolonias comunicadas entre sí, construyendo monstruosos hormigueros de miles de kilómetros de extensión. Para comienzos del XXI toda la costa oeste de Estados Unidos, Italia, España, Portugal, Francia, Suiza, Hawai, Australia y Nueva Zelanda habían pasado a formar parte de su dominio, exterminando o desplazando a sus rivales autóctonas y alterando los respectivos ecosistemas.

Si bien ya para finales del XX estaban consideradas como plaga, fue la extinción de la lagartija cornuda costera de California la primera señal importante de alarma. Esta lagartija se alimentaban de hormigas nativas, 10 veces más grandes que las argentinas, pero a esta altura notablemente inferiores en número. En su afán expansionista las invasoras eliminaron a sus rivales y dejaron sin alimento a los reptiles, que se negaban a comer a las nuevas habitantes debido a su sabor amargo y desagradable.

Poco a poco las hormigas sudamericanas iban tomando el mundo, formando más colonias y eliminando a más especies. Los esfuerzos por exterminarlas, fumigando amplias zonas con insecticidas varios, resultaban inútiles. Dejó de ser un asunto de los entomólogos cuando se dieron cuenta de que habían alcanzado un número que les permitía desafiar no sólo a sus pares sino a otras especies más grandes. El 7 de agosto de 2006 a las tres de la mañana los habitantes de Waco, Texas, fueron atacados por un ejército de cientos de miles de millones de hormigas. Su ínfimo tamaño y su enorme cantidad constituían su gran fuerza. Podían escurrirse hasta por lo huecos más pequeños de los edificios y eliminar a sus ocupantes no sólo a mordiscones, sino también provocándoles la muerte por asfixia al penetrar en grandes cantidades por todos los orificios del cuerpo de los pobladores. La victoria fue aplastante. Waco quedó en poder de los insectos, y ni siquiera el poderoso ejército americano pudo hacer nada. Uno a uno fueron tomando pequeños pueblos, y luego pequeñas ciudades. Como si tuvieran algún sistema de comunicación intercontinental el 1º de enero del 2007 la isla de Ibiza, en España, cayó en manos del diminuto Imperio.

Fue entonces que Argentina se convirtió en la Tierra Prometida. A alguien se le ocurrió que los argentinos habían convivido cinco siglos con sus hormigas sin problemas, y que allí sería un lugar seguro. Y por un tiempo lo fue. A medida que el mundo iba cayendo bajo la dominación de las hormigas la Patagonia Argentina, hasta entonces despoblada, se fue llenando de nuevos pueblos y ciudades adonde llegaban exiliados de todo el mundo. Mientras tanto las Naciones Unidas, con Estados Unidos a la cabeza, se habían convertido en un organismo militar decidido a exterminar a las hormigas de la faz de la tierra. Pero esto no resultaba fácil. Habían vivido millones de años más que nosotros en este planeta, y eran resistentes incluso a la radiación atómica. Podían meterse por donde querían y no había forma de eliminarlas destruir el lugar donde se hubiesen asentado, ya fuese un pueblo o una gran ciudad como Washington, que con todo su poderío cedió el 4 de julio de 2007 ante la cantidad abrumadora del invasor. Al escuchar la noticia de la evacuación del Pentágono, el mundo comprendió que una época había terminado.

Lo que siguió fue casi un trámite. El modus operandi de las hormigas era prácticamente el mismo en todas las ocasiones: atacaban a la madrugada, cuando las ciudades estaban más indefensas. En pocas horas terminaban con la población. Los que podían, huían, los que no, morían. Las invasoras sabían lo que querían: ni perros, ni gatos, ni demás animales eran atacados. De esta manera fueron cayendo New York, París, Londres, Tokio, Beijing, Hong Kong, Sydney. Oceanía fue el primer continente completo en ser desalojado de vida humana a principios de 2010. Luego le siguió África. El otrora poderoso Estados Unidos fue el país más golpeado de América: sólo algunos poblados ubicados más al norte, en el estado de Maine, sobrevivían para fines de 2011. En 2012 ya habían caído Europa y Asia. Sólo restaba América del Sur.

Todo el terror que se había apoderado del mundo a partir de 2007 apenas se había sentido al sur del Ecuador. Brasil, Venezuela, Chile y especialmente Argentina vivieron su momento de mayor esplendor al recibir a los refugiados de todo el mundo. Pero cuando el problema mundial se tornó incontrolable la economía de estos países no pudo resistir la gran demanda de alimento. Entonces llegaron ellas.

Hasta 2012 las hormigas habían respetado a sus pares de América del Sur, quizás por una suerte de cosanguineidad que les impedía volverse contra sus ancestros. Pero con la guerra casi ganada sólo restaba conquistar esa parte del mundo para exterminar esa plaga llamada ser humano y volver al orden natural tan añorado. Durante los primeros meses del año las batallas entre las que venían del norte y las que nunca se habían ido del sur eran interminables. Pero a mediados de mayo las hormigas desaparecieron de Sudamérica. Era imposible encontrar una sola por ningún lado. Algunos optimistas creyeron que finalmente se habían exterminado entre ellas y festejaron. Pero no: estaban firmando un acuerdo. El 16 de junio de 2012 a las 03:45 hora de Argentina atacaron cada hogar, cada edificio, cada persona que encontraron desde el Amazonas hasta Tierra del Fuego.

Desde mediados del Siglo XX estábamos convencidos de que nosotros mismos provocaríamos “el fin del mundo”, mediante guerras nucleares, destruyendo el medio ambiente o asesinados por nuestras propias máquinas. Hoy sobrevivimos 63 familias en la Antártida, refugiados en la Base Comodoro Marambio con comida para un año y medio y sin posibilidad de reabastecernos, ya que pisar el continente significa una muerte segura e inmediata. Esperamos indefensos nuestra propia extinción.

Siempre fuimos tan soberbios.

2 comentarios:

  1. Sobrecogedor, alarmante!!! Grito de alarma. ¿Seremos capaces de...., cómo las hormigas, organizarnos e iniciar una cura de humildad? o ¿seremos gigante de barro?. Gracias por tu voz de alerta. Ángeles

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