lunes, 30 de noviembre de 2009

Decálogo para un cuento de vampiros


Lo que sigue es una serie de convenciones medianamente aceptadas en tanto reglas para un cuento de vampiros. No son generales, y depende el autor algunas pueden ser distintas y hasta contradictorias. La elección es arbitraria, y como tal está sujeta a debate. Si me olvidé de algo, están invitados a recordármelo.
  1. Los vampiros no toleran la luz del sol. Esto no quiere decir que no les guste, sino que el sol los mata. Normalmente se queman y convierten en ceniza. Son criaturas nocturnas y el día para ellos es hostil. Y ciertamente no brillan.
  2. Los vampiros se alimentan de la sangre de sus víctimas. Sé que esto parece una obviedad, pero es precisamente eso lo que los hace vampiros. En principio, que necesitan sangre para alimentarse. En segundo lugar, son depredadores. Su alimento son sus víctimas.
  3. Es decir, no cualquiera que resulte atacado por un vampiro se va a convertir en vampiro a su vez. Si cada vez que un vampiro se alimenta engendrara a su vez un vampiro nuevo, pronto existirían más vampiros que humanos. Para reproducirse el vampiro debe dar de beber de su propia sangre al elegido, que usualmente es una de sus víctimas.
  4. Ahora bien, el vampiro es inmortal. Contrariamente a lo que parece esto no significa que no puede morir, sino que no envejece y su cuerpo no se corrompe. Es decir, que un vampiro puede ser asesinado, pero jamás morirá por causas naturales, y ni siquiera se contagiará un resfrío. Ahora bien, si el vampiro es inmortal, ¿para qué necesita alimentarse? ¿Y qué sucede si deja de hacerlo? El mejor ejemplo que me viene a la mente acerca de eso es el deterioro que sufre Lestat en Entrevista con el Vampiro de Anne Rice, el cual se revierte cuando vuelve a alimentarse. Lo tomaremos entonces como válido.
  5. Pero matar un vampiro no es cosa fácil. Suelen tener fuerza sobrehumana y habilidades hipnóticas. Algunos incluso llegan a leer pensamientos. Pero lo más importante es que son ampliamente resistentes a casi cualquier tipo de ataque. Sus heridas se regeneran y no sienten dolor. Las balas le causan risa.
  6. ¿Y cómo se mata a un vampiro entonces? Hay básicamente tres formas: La ya citada luz del sol, una estaca en el corazón y la decapitación. En el caso de la estaca, es excluyente que esta sea de madera. De hecho, en Buffy la Cazavampiros y su continuación, Angel, Josh Wheedon pone el hecho de que sea de madera por delante de que sea una estaca. Es decir que no podrias matar a un vampiro con un cuchillo pero sí con una cuchara de madera. De todos modos te recomiendo que le afiles la punta. No te preocupes, al parecer el cuerpo del vampiro es bastante blando. En cuanto a la decapitación, tiene muchas menos reglas. Si la cabeza del vampiro se separa de su cuerpo, se muere. Fin de la historia.
  7. Pero si un vampiro puede morir sólo de esas tres maneras, ¿qué pasa con los crucifijos y el ajo? La realidad es que los afectan, pero de maneras muy distintas. El ajo, por ejemplo, les resulta insoportable. Para que entiendan cómo funciona esto, imagínense que recogen una muestra de orina en ayunas de diez amigos luego de una noche de alcohol y drogas. Déjenlo fermentar durante una semana y al cabo de ella procedan a oler la mezcla. Así de insoportable. Lo del crucifijo es mucho más interesante. Yo podría mostrarle un crucifijo a un vampiro y este se me cagaría de risa en mi cara. Como nos demuestra Stephen King en Salem’s Lot, no es el crucifijo lo que aleja al vampiro, sino la fe que depositamos en él. Si no hay fe, da lo mismo que sea un crucifijo o una batata.
  8. Los vampiros son seductores irresistibles. Si un vampiro decide ejercer su influjo sobre vos, date por chupado. Pero claro, esto requiere de tu inocencia. Si estás prevenido acerca del vampiro seguramente lo encuentres atractivo, pero no vas a ser tan gil de dejarte seducir. ¿O sí?
  9. Los vampiros tienen la capacidad de transmutarse en algunos animales tales como murciélagos, ratas, lobos y otras alimañas. Sin embargo, es posible que declinen esta capacidad y prefieran simplemente convertirse en humo. De las dos posibilidades nos habla Bram Stoker en Drácula.
  10. Un vampiro no puede entrar en una casa a menos que sea invitado por uno de sus ocupantes, preferiblemente el dueño. Esto parecería suficiente protección, pero resulta que sí pueden hacerlo cuando se convierten en animales. Y cuando no lo hacen, tienen suficientes recursos para lograr ser invitados.
Finalmente, todos sabemos que los vampiros no existen. Y es en esta certeza indiscutida en donde ellos encuentran su mayor fortaleza.

Dulce sueños, y cuidate el cogote.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Delirio

El salón era enorme, inabarcable. Ciertamente estaba oscuro, apenas se podían adivinar sus esquinas en la penumbra. Él se preguntaba qué hacía ahí.

Entonces se prendieron las luces. No las del salón en general, sino las del auto. Por lo que se alcanzaba a ver, parecía un Mini Cooper. Luego se escuchó arrancar al motor. Él no pudo dejar de notar que el auto apuntaba directamente en dirección hacia donde él estaba.

El auto salió arando, él tuvo tiempo justo para correrse antes de que lo atropellara. El auto frenó en seco y dio la vuelta. Nuevamente le apuntaba.

Él empezó a caminar hacia los lados. El auto lo empezó a seguir. Lentamente. Él trato de acercarse, pero cada vez que lo hacía el auto retrocedía. Un par de veces hizo el amague de arrancar y atropellarlo. El auto de a poco fue ganando terreno. Más y más. Hasta que finalmente lo arrinconó contra la pared. El auto arrancó a toda velocidad rumbo a su encuentro. Él apenas alcanzó a saltar hacia la derecha. El auto chocó contra la pared y la perforó, dejando entrar la luz del día. El se asomó por el agujero y alcanzó a verlo (efectivamente era un Mini Cooper) marchándose a toda velocidad por el camino de tierra. Salió y se encontró en medio de la jungla.


Empezó a abrirse paso a través de la vegetación. Con una mano tomó el machete que llevaba a la cintura y se puso a cortar lianas y enredaderas varias. Pronto llegó a una pirámide. La rodeó a lo largo de su perímetro hasta que finalmente llegó a la escalera que le permitía subir. No serían menos de quinientos escalones. Comenzó a subirlos. El sol lo estaba cocinando.

El primer dardo cayó en el escalón de piedra que estaba justo frente a sus ojos. Eso le permitió advertir el peligro y correr para evitar ser alcanzado. A medida que subía el alcance de los proyectiles tenía que ser mayor, de manera que los dardos pronto se convirtieron en piedras y luego flechas y mas tarde balas. Él logró esquivarlas durante todo el camino. Por fin llegó a la cima de la pirámide donde estaba el helipuerto. Se subió al helicóptero, tomó los controles y comenzó a volar. No tardaron en aparecer por sus flancos dos helicópteros más que venían a darle caza. Estaban equipados con sendas ametralladoras que no dudaron en usar para tratar de derribarlo. Él los esquivó un buen tiempo, pero al fin un proyectil certero hizo impacto en el motor y él comprendió que debía saltar. Se acomodó el paracaídas y se arrojó al vacío sin demasiada idea de adónde iba a parar. A medida que se acercaba al suelo notaba como su trayectoria lo llevaba directamente hacia una claraboya en un edificio grande, muy grande. Él pasó a través de ella y se encontró en un salón.

El salón era enorme, inabarcable. Ciertamente estaba oscuro, apenas se podían adivinar sus esquinas en la penumbra. Él se preguntaba qué hacía ahí.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Sanjosé



Ya era tarde y el vagón iba vacío, por un momento pensó que iba a encontrar cerradas las rejas de Medalla Milagrosa, pero al final consiguió tren. Le llamó la atención que no haya nadie en su camino pero también, a la hora que venía a tomar el subte a quién se iba a encontrar. Al bajar caminó hasta la punta del andén. Le gustaba el primer vagón, mirar el camino por el costado de la cabina del conductor, espiar los secretos del subte. La estación San José, por ejemplo, fue construida dos veces. La primera para cruzarse con la Línea C en Constitución y la segunda como un escalón más en el camino a Bolívar cuando la idea original fue desechada. Yendo desde el oeste, antes de llegar, aún hoy se alcanza a ver la antigua estación San José (ahora hay talleres, según sabía). Desde el primer vagón uno ve como se acerca por la derecha la estación vieja y a último momento el tren se desvía a la izquierda y se encuentra con la estación nueva.

Estaba llegando a Entre Ríos cuando notó que le faltaba la billetera. No se preocupó demasiado, un robo era improbable, lo más seguro era que se la hubiese olvidado en el escritorio de la oficina. Mientras buscaba vio como el tren se acercaba a San José, y se dispuso para el amague con el que el tren se desviaría.

El tren no se desvió.

Lo primero fue desconcierto, tal vez no había tomado el último coche sino uno fuera de línea que se dirigía a los talleres. Pero ahí no había talleres. El tren se detuvo en un andén como todos, aunque callado, silencioso, como si Buenos Aires arriba se hubiese apagado por completo.

Golpeó la puerta del conductor. No hubo respuesta, de modo que se asomó por la cabina a ver qué pasaba. No había conductor. Aún así, las puertas del vagón se abrieron.

Trató de poner la cabeza fría, todo era un error, claro. Se asomó al andén para ver por donde andaba. Apenas despegó el segundo pie del vagón las puertas se cerraron y el tren reanudó su marcha rumbo (¿a dónde? ¿A Constitución?). Él trató de detenerlo (¡ja!) golpeando los costados mientras se iba, pero finalmente quedó de pie inmóvil en el andén abandonado. Tenía que pensar. Pedir ayuda. Agarró el celular, capaz que tenía señal, pero no tenía batería. Había olvidado cargarlo. Carajo, si por lo menos pudiera hablar con su secretaria, ella sabría qué hacer. No recordaba el nombre de su secretaria. Los nervios, por supuesto, qué querés en esta situación, el de su esposa no se lo iba a olvidar.

No recordaba el nombre de su esposa. No recordaba si tenía esposa, o hijos, o algún tipo de familia.

Lo único que faltaba, que encima le de un panic attack. Nunca había tenido claustrofobia, pero imaginó que debía ser algo muy parecido a lo que sentía ahora. Midió las posibilidades. Podía bajar a la vía y volver caminando hasta Entre Ríos, pero le pareció peligroso e innecesario. OK, le dio cagazo. La otra era salir por el arco que había a mitad del andén. Tenía dos molinetes de los viejos y del otro lado estaba completamente oscuro, pero era la única salida que se podía considerar como tal. Trató de imaginarse a dónde podría salir, pero no recordaba dónde estaba ubicada la estación.
Ya sin sorpresa, descubrió que no recordaba su nombre ni su pasado. Miró la negra oscuridad que había detrás de los molinetes y en un impulso de resignación decidió atravesarlos. Se lo tragó el olvido en el que hacía años dormía la vieja Estación San José.

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